Las alas

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Después de un largo viaje, me siento a la orilla de un pequeño riachuelo. Mis pies descalzos comienzan a tocar sutilmente el agua hasta que quedan cubiertos por completo. Dejo caer mis hombros, algo quemados por el sol de verano, levanto mi rostro con dirección a las gigantescas montañas que se elevan ante mí y le permito a mi espalda tomar un merecido descanso.

Tras varios segundos que pudieron ser horas, días, meses, años, incluso siglos, miro con desdén el correr del agua, tan eterno y efímero, al mismo tiempo que el pastizal baila al son de la delicada brisa, mientras cientos de flores de colores retoñan entre las ramas de los viejos robles que me rodean.

Entonces el eco del silencio retumba por todos lados, los árboles susurran mi nombre y la soledad me envuelve. Cuando menos lo espero, una ráfaga de recuerdos bombardea mi mente, las grietas de mi corazón vuelven a abrirse y dejan salir profundos y tempestuosos océanos de sangre.

De pronto recuerdo mis alas con las que alguna vez viví extraordinarias odiseas en mundos mágicos e inimaginables, de las que sólo quedan enormes cicatrices que yacen tristemente sobre mi espalda, pues las perdí cuando confundí un racimo de espinas con un rosal, una fría caricia con un cálido abrazo, la mordedura letal de una serpiente con la miel de un beso de amor verdadero y cuando cedí ante la inhumana ferocidad de las cadenas que se convirtieron en un espejismo de mi libertad.

Miles de lágrimas caen sobre mis mejillas, parecen fundirse con aquel riachuelo. Las vendas invisibles de mis ojos se fragmentan y las piezas rotas de mi corazón poco a poco vuelven a unirse como si de una vasija de porcelana fina se tratase. Porque mientras recordaba los días en que todo salió mal, también vinieron a mi cabeza aquellos días en los que fui los rayos que iluminan el horizonte infinito por las mañanas, el baile del mar, las amapolas que cantan estruendosamente y sin cesar el himno del cielo y la estrella que resplandece en medio de la penumbra de la noche.

Suspiro suavemente mientras me reintegro y me consuela saber que todo pasa, todo fluye y nada permanece. Porque cada día es un regalo de Dios y cada adversidad nos ayuda a recordar que a veces necesitamos perdernos para encontrarnos de nuevo y tocar fondo para saber lo que se siente estar en la superficie.

Al caer mi última lágrima, descubro que donde tenía cicatrices ahora aletean las alas más imponentes y fuertes que he visto.

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