Nostalgia de los espejos

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Empezaré diciendo que mi juventud abarca los años más felices de mi vida, pues, en ese tiempo, mi abuelita era la persona que más me amaba y mejor me entendía en este mundo. Ella siempre se tomaba con humor mis extrañas manías, y reírse de ellas era parte de su encanto. Todos los días, mi abuelita, y mi mamá, me decían cosas como «Entre tanta cháchara que compras nos vamos a terminar perdiendo en este laberinto de cristal».

 Y es que, por otra parte, yo me había creado un ritual propio con mi reflejo. Sé que suena muy narcisista, pero mi obsesión llego a tal punto que la casa estaba atiborrada de objetos en los cuales ver mi propia imagen. Cada vez que tenía la oportunidad, compraba nuevos espejos, cucharas, bolas de cristal o pantallas de vidrio, ya fuera en el tianguis, en el Miniso, afuera del metro, en el mercado o en las plazas comerciales. Todo en lo que pudiera ver mi rostro reflejado me servía, incluso unos pequeños diamantes con los que mi mamá se embellecía cuando era joven. En pocas palabras, admirar mi propio rostro era mi mayor pasatiempo.

Pero sin duda mi lugar favorito para verme eran los ojos de mi abuelita. Ella se sonreía por mis tonterías y yo podía ver cómo sus pupilas temblaban de alegría, como dos estrellitas a punto de morir, al tenerme ahí. Este amoroso espejo lo descubrí el día en que comparé unos aretes de topacio café —que le regalaron a mi mamá cuando era joven— con los ojos de mi abue y me di cuenta de que estos últimos brillaban más, mucho más, como un par de almendras tostadas en su punto.

Ahora pueden entender por qué mi tristeza eterna radica en que hace tiempo los ojos de mi abuelita se cerraron. Ya no hay acceso a esa vista que, en su cariño infinito, me dibujaba de pies a cabeza como un ser de luz. Porque mi obsesión por mi reflejo siempre ha venido de una necesidad de confirmar mi existencia, de saber que tengo alma y que está ahí. Aunque me empecé a descubrir gracias a su mirada, hace tiempo dejé de ser una jovenzuela y hay días en los que estoy tan lejos de casa que no logro recordar quién soy. Por eso volví a mi ritual de los espejos con el afán de recuperar la forma en que mi abuela me veía, pero tristemente solo he conseguido resultados infructuosos.

 No obstante, a veces me gusta pensar que mi abuela sigue aquí conmigo, sólo que, como ella me lo advertía, entre sonrisas. Se perdió entre tanto objeto de cristal que continúo comprando, y tal vez si sigo buscando entre todos estos reflejos, podré encontrar su mirada algún día.

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