Un día perfecto, un momento perfecto

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Estaba allí, enfrente de nosotros, en el espejo. Tenía el cabello de un hondo color oscuro, los labios anchos, húmedos; el torso inamovible, cálido, blando: era mi papá. No el moribundo sin sangre en las venas, enterrado, a un lado de mí, por las sábanas de la cama; no el de los huesos encostrados a la carne y los ojos echados al vacío, sino mi papá de antes, el de siempre. Después de un encuentro de sueño, de incredulidades y súplicas, él, con una voz de eco, me hizo la propuesta: juntos, reviviríamos un momento pasado. Al aceptar, sin saberlo, cometí un error imperdonable.

Desde el otro lado, exhaló. En seguida, cada mota de aliento empezó a oprimir una parte minúscula de la superficie del espejo, doblándola y partiéndola en infinitas rupturas. Las grietas de caos empezaron a hilvanarse unas con otras, dando a luz redes de fractales que, irremediablemente, provocaron una implosión. El caos inhaló toda materia, inhaló el tiempo vivido por mí y por nadie más, tiempo duro, tiempo frágil, reduciéndolo a meras partículas microscópicas de cristal. Al cabo del parpadeo de un recién nacido, mi conciencia quedó desintegrada.

Abrí los ojos. Mientras el sudor me remendaba la frente y el sol me descubría el rostro, sentí, debajo del pie izquierdo, el balón:

puedes, nada más repítelo me dijo.

Había vuelto a aquel día, un día perfecto. Sin embargo, el regreso de papá, luego de una larga separación familiar; el abrazo íntimo entre él y mi madre; y la entrega, por parte de ambos, unidos, de mi balón de regalo, cabían en el momento próximo a repetirse.

Decidido, corrí, manteniendo el control del balón. A unos cuantos pasos de distancia de papá, hice un movimiento hacia la izquierda para, casi de inmediato, cambiarlo a la derecha; él, confiado, previó mis acciones, pero justo antes de que me bloqueara, cambié de nuevo la dirección, burlándolo. Por fin, lo había conseguido. Detrás de él, me detuve, ansioso. Al voltear, pasaría. Al voltear, encontraría aquella mirada. Una mirada que jamás le he vuelto a provocar a nadie, llena de trascendente orgullo, de esperanza en el porvenir ajeno, de amor por amor. Con todo, el resultado no fue el mismo, porque en sus ojos sólo vislumbré rastros de cansancio, de angustia, de enfermedad. Abandonado, sufrí.

Y ahora con qué cara le diría a aquel enfermo olvidado: Vete si quieres, vete en paz.Si él, antes de dar su último suspiro, presenciaría la orfandad en mi rostro, aunque yo tratara de enmascararla con lágrimas.

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