De santos y amarguras

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I

Creo yo, en la abundancia

y la certeza bondadosa

que radica en la sombra de algunos días,

y las espero.

Sentados, pues, en la orilla

del borde más frío del retrete

confirmamos con el aliento

que no es sueño la vida, que despertamos

funestamente con la composición triste

de lo que están hechas las cebollas

y que la boca nos huele a pesadumbre,

a razón y malestar en los dientes

y las cuerdas de la faringe.

Hay días, estoy seguro y lo declaro,

en que mucho, si no es que todo, sale bien,

en que nos abandonan por espacio de veinticuatro horas

las dolencias que carga nuestra espalda

y el peso mayúsculo extendido en nuestras vértebras.

Después de despertar nos crujen las cervicales

con el zumbido que rezuman las libélulas.

 

II

Y conste que no hablo en parábolas,

y no es porque me ponga yo platónico,

pero qué felices somos cuando todo marcha bien

y aprendemos a contar semillas de melón

y masticamos huesos de limón por las mañanas,

mientras un cárabo o algún somormujo nos hace

nido en la mejilla o se nos aloja en el pulmón derecho.

Nos dejamos ya de medianías, aunque vivamos

en la cartografía de un domingo sinfín.

Cuando la baraja se juega a nuestro favor

compramos fruta para contentarnos, para estar

pletóricos de bonanza y fruir la insipidez del tiempo,

predicamos grácilmente las grandezas

del humo del cigarro y nos ufanamos con ganas

ubérrimas por hacernos un azote de garbanzos,

un poema mediocre, pero nuestro,

y un ruido pertinaz

de nueces cayendo.  

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