
Up above aliens hover,
making home movies for the folks back home
of all these weird creatures who lock up their spirits.
Radiohead, Subterranean Homesick Alien
Haces bien en consultarme. Soy la única persona que ha logrado salir viva de ese poblado, la única que puede hablarte de ello con certeza. Me preguntas si deberías alquilar la casa de la colina, la que es sólo para forasteros. La respuesta rápida es que no, pero una más sensata es que depende.
¿Qué tanto hay de la modernidad en ti?
¿Eres hijo suyo?
¿Tu vida se signa por sus principios y sus lógicas?
Si la empatía es algo secundario para ti, supeditada a las ideas de producción y eficacia… Si cuando vas rumbo al trabajo te da igual el sufrimiento que inunda las calles porque sientes que no te concierne o impacta directamente, no deberías irte.
La ciudad es angustia y dolor; basta con observar u observarse con detenimiento para darse cuenta. Si no eres capaz de ver eso por la celeridad de tus días o por los horarios que te atan a este matadero de concreto, lo mejor que puedes hacer es alejarte de ese pueblecillo.
Verás, yo me mudé por la fama de tranquilidad que ostenta el lugar. Lo vi como una oportunidad para alejarme de todo, trabajar a distancia y, si se podía, sanar mi atrofiada alma enamoradiza.
Me quedé pocos días. Uno más me hubiese enloquecido o matado.
Te contaré:
Una noche, cuando salí para correr en la pista del parque, me sucedieron cosas muy extrañas. De camino, un sujeto con ropas harapientas se me acercó para ofrecerme unas galletas de avena. Yo, naturalmente, se las rechacé sin mediar palabra y sin mirarle; un gesto grosero no’ más. Y mientras me alejaba me gritó cosas que no pude comprender. Luego, mientras calentaba, un niño se cayó de su bicicleta, rompiéndose un pie. Aproveché que traía puestos los audífonos para fingir que no me había dado cuenta y, antes de comenzar mi carrera, vi por el rabillo del ojo que el niño se levantaba y que la extremidad se le acomodaba por sí sola. Hubo un fuerte crujido y el niño me maldijo con un lenguaje desconocido. Por último, cuando rozaba los quince kilómetros, un hombre robusto y barbón que caminaba en sentido contrario me hizo señas para que me detuviera. Se le veía angustiado, como si requiriera mi ayuda. La boca se le movía pero no había sonido. Preferí ignorarlo y seguir corriendo. Cuando lo dejé atrás, una voz interna me dijo que por nada del mundo debía voltear. Desobedecí y lo que vi fue aterrador: él seguía caminando en dirección contraria, pero el resto de su cuerpo estaba orientado a mí. De sus ojos chorreaban gotas de brea.
Y esa misma noche abandoné ese pueblo maldito que castiga al ethos moderno.