Edificio, tango y merlot

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Su cuerpo se tambalea entre los inesperados movimientos de su poeta, entrecierra los ojos guardando cada detalle de lo que está pasando, una habitación en un edificio lujoso; ambos extranjeros, él un poco menos que ella, de igual forma, su acento híbrido y sus manos bordeando la frontera del respeto; le gustan, al menos le hacen sentir cosas en las puntas de sus dedos que manifiesta, aferrándose al muchacho. Una sonrisa que no termina de formarse, no se despegan, aquel cuarto solo les permite tres movimientos —Gardel de fondo—, un bandoneón grabado hace ochenta años, saliendo de su celular, las maravillas del Spotify.

La botella de merlot por la mitad, la morena recogió su cabello, él todavía no decide cómo le gusta más, si ver su melena castaña o admirar las capas que se dejan entrever por la forma tan perfecta en que su mentón sobresale de sus cabellos al ras de sus orejas. El poeta se pregunta por qué este tango no puede durarle toda la noche, cuatro minutos es muy poco para dos personas que viven de lo que escriben, de lo que piensan, de lo que sueñan y de lo que descubren, son dioses que le ponen nombre a lo anónimo. 

¿Será que los dos quieren el beso? De igual forma, se limitan al otro, a la prosa que escriben en un papel rehusado, al café que hierve para disimular el vino. Y las miradas, esos cuatro ojos que se dicen más que un festival de poesía.

Es una tarde de domingo, pero no es igual, la coincidencia no es el país, quizás el momento, el lujo de poder encontrar cordura en medio del desastre, de mantener la serenidad en medio del huracán.

 

—¿Vas a seguir escribiendo poemas sobre mí?

 

Él, por supuesto, tiene la seguridad de que así será y se limita a contestar con otra pregunta:

—¿Querés que siga escribiendo de vos?

 

Son mujer y hombre de siglo, de tiempo, de antaño, pero de demencia contemporánea. Ojos de tiramisú, pieles caobas y bocas de frambuesa. Tan poco edificio, tan poca ciudad, tan poco continente para dos desconocidos que, a bocanadas de verdades, se recitan piropos cobijados de ternura.

            Quiere protegerla con la pulserita roja que le compraron al vendedor del restaurante donde cenaron la noche pasada, quiere siete deseos. Guarda el mejor para el último nudo, la invita a hacer al amor, léase bien, a hacer al amor y no el amor.

 

«Tené cuidado, ella también se va», se reprocha en silencio.

 

Definitivamente, sí”, le escribió en la notita.

 

Ella teme por irse, por el pobre poeta de ojos de perro triste. Ella se va con romanticismo, él se queda con el recuerdo de su sonrisa y sonríe entre los peatones de la avenida central; se quedó con poesía para todo un lustro, y ojalá no falten ni cinco minutos para irla a buscar de nuevo, total, ya sabe dónde comprará el girasol que le dará la última vez que la vea.

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