Érase una vez una selva llena de animales exóticos. Siempre, a finales de año, realizaban un ritual para decidir quién había sido el más fuerte e inteligente, el inigualable. Durante más de una década, el tigre se había alzado con el galardón. Tenía una asombrosa fuerza y, cuando había un problema, siempre sacaba valentía para enfrentarlo. Daba igual lo que se le interpusiese, el tigre salía victorioso.
El tigre llegó a la explanada donde solían reunirse el león, el zorro, el mosquito, el halcón, el tigre, el tucán, el loro, el cocodrilo, la hiena, la anaconda, la víbora, el escorpión, un burro salido de quién sabe dónde y un montón más de fauna salvaje. Al igual que había ocurrido en anteriores años, el grupo pensó que ganaría el tigre. Asistieron al encuentro con mentalidad negativa, dándose ya por vencidos. Todos menos uno: el descolocado burro. Ignorante y soñándose ganador, se encontró asombrado y emocionado ante tal evento. Los animales ahí presentes se reían al verlo ilusionado. A él no le importaba pues no veía en sus burlas mala fe. Saludaba amablemente a sus compañeros que por iluso lo tomaban.
A todos se les entregaron hojas de árboles de diferentes tamaños, formas y colores que representaban a los distintos animales. Debían elegir una hoja, un animal, y guardarla con sumo cuidado. El zorro, que se había percatado del pobre burro, iba a apoyarlo por mera pena. Se habían juntado casi dos centenares de animales, algunos para burlarse y otros para apiadarse de las risas que se iban a echar a las espaldas del burro. Cuando lo vieron, decidieron votarlo pensando que el tigre tendría apoyos de sobra para coronarse nuevamente como el rey de la fiesta. El mismísimo tigre no quiso votarse. Confiado, escogió al burro para quedar bien. Cuando la cuenta de los votos acabó, el burro disfrutó de la mejor comida y de los mejores cuidados.
Cuando los que se creen sabios toman a los demás por tontos, aprenden nuevas lecciones.
