Un día reflexionando sobre mi país, le dije a mis amigas: «No quiero que me busquen si desaparezco. Abracen a mi madre y no la dejen caer». Ellas respondieron: «No te dejaremos ir tan fácil». Pedí que solo me buscaran en un lapso determinado. Con dolor, prometieron dejarme ir si después de un año no me encontraban. No les dije que era porque no quería ser encontrada en una fosa, debajo de un puente o en una cisterna. Quería que siguieran con sus vidas y me recordaran como una mujer valiente y amable; con mi rostro intacto y mis dulces labios rojos.
El día que me mataron fue como quedarme dormida. Cerré los ojos y vi los buenos momentos que había pasado con mis seres queridos; escuchaba la voz de mi madre y veía a mis hermanos jugar una vez más. Era como si volviera a vivir mientras la muerte besaba mis labios.
Desperté. Las calles vacías y el viento eran lo único presente. Sabía que no había podido escapar de aquel hombre. No sabía dónde estaba mi cuerpo. Corrí a casa y vi a mi madre sentada esperándome. Me coloqué a su lado. Vi cómo movía sus pies con nerviosismo y rezaba pidiéndole a Dios una pista de mi paradero.
Mis amigas se presentaron al saber que desaparecí. Me buscaron rompiendo su promesa. Me acompañaban incansablemente. Me sentaba en los escalones de la presidencia y las veía exigir justicia. Mi madre estaba cansada, enojada y rota; las autoridades le habían dado la espalda. Mis hermanos habían dejado de sonreír.
Cuando me encontraron, reconocí a la muerte. Pregunté si era hora de irme y ella asintió con la cabeza. Me despedí de todos. «Romper nuestra promesa es lo mejor que pudimos hacer por ti», dijeron mis amigas entre lágrimas. «Gracias por darnos fuerza», dijo mi madre con paz. Me levanté, abracé a todos y besé la frente de mi mamá. Tomé la mano de la muerte y bailé hasta el descanso eterno, con un corazón restaurado y una cálida sonrisa.