¿En dónde vive el dolor de las víctimas?

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Terminó la ceremonia. Nos despedimos con la incertidumbre de si nos volveríamos a ver, ya fuera por casualidad o por decisión propia.

En medio de la algarabía no había podido pensar en nada más. Sentía alegría, sin duda alguna.

—Vamos. Llegó el carro —me dijeron.

—Nos vemos pronto. Ya me están esperando —dije al aire como un mensaje para todos o para nadie.

Subí al carro.

«¿Y ahora qué?», me pregunté. «¿Esto habrá servido para algo?», me cuestioné en silencio. Saqué mi teléfono y escribí “¿En dónde vive el dolor de las víctimas?”, como un recordatorio de algo que debía responderme más adelante. Allí sentí el agobio.

Cuando estuve sola y en medio de emociones contradictorias, escribí:

 “Le escribo esto a las víctimas ausentes.

Las que no escriben, ni participan de los libros que hablan de ellas. Las protagonistas de artículos, libros, políticas públicas, noticias y tesis. Las que hacen que otros ganen premios, hagan tertulias, generen debates y ocupen cargos políticos, pero cuya voz es la más ausente. A quienes se paran ante miles de cámaras, de artistas, de fotógrafos, de poetas, de académicos, de expertos y de profesionales, pero siguen estando vetados de sus propias historias.

Sus vidas, sus rostros, su mirada, sus recuerdos y su dolor están presentes entre las líneas, las imágenes y los sonidos de todos estos documentos, pero tan lejanos para aquel que pregunta abriendo heridas. Víctimas inexistentes ante la empatía del otro.

Le escribo a las víctimas de la guerra, del abandono, del silencio y de la indiferencia. A las víctimas de la injusticia social tan presentes y ausentes de este texto.”

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