Un día a la vez

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Cada 19 de marzo, mi país celebra el día del padre. Las sillas y mesas abandonan los cursos para formarse en media luna en el patio, para recibir a los padres: algunos llegan agitados por salir tarde de la oficina; otros llegan parsimoniosos estrenando zapatos; y unos cuantos vienen de la construcción con los overoles cubiertos de polvo y restos de cemento. Se sientan en orden alfabético, tal como lo harían sus propios hijos.

Ningún 19 de marzo mi papá llega a la escuela. Pero no me ausento de la celebración. Los niños declaman poemas, interpretan canciones y leen sus tarjetas, como yo. Este año he diseñado una en forma de astronauta. La profesora me toca el hombro y dice que ya casi es mi turno. «Que papá no venga a la escuela no significa que no existe», pienso. Ella me da la señal y camino hacia el escenario. «Que nunca lo haya conocido no significa que no existe». La presentadora anuncia mi nombre. «Que no me reconozca no significa que yo no existo», murmullo. Abro mi tarjeta y comienzo a leer lo que le escribí.

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