
En un mundo caótico, sobrevivía una poetisa. Siempre tenía inspiración, algo que decir. Siempre quiso escribir todo lo que le apasionaba, pero nunca lograba plasmarlo en papel. Un día, rompiendo la rutina, llegó él. Su sonrisa causaba cualquier cosa menos caos. Cuando estaban juntos, podía sentir que el mundo se detenía y que podía al fin respirar. Lo bautizó como su musa. A pesar de esto, sus ideas continuaban chocando en su imaginación, nadando en un mar de posibilidades sin saber qué hacer con tanto.
Así fue hasta que la poetisa salió en busca de algo más, dejando de lado a su musa y la paz que él traía. Pensó que no le haría ningún daño alejarse de él. Estaba tan segura de lo que tenían, que no pensó que algo de distancia y desconexión les causaría daño. ¡Qué error!
En un día oscuro y lluvioso, la poetisa se encontró con un brujo. Él le prometió que, tan solo con un beso, ella podría escribir todo lo que se propusiera. La poetisa dudó mucho, pero la oscuridad y el miedo de que sus ideas se perdieran, la hicieron tomar una terrible decisión. Con un beso sellaron lo que sería el fin de su calmada vida y el inicio de su desastre. El brujo le dio un lápiz para confirmar que el trato se había cumplido y así fue. Cuando la poetisa quiso agradecerle, no pudo pronunciar una palabra; su voz no se podía oír. Al tocar sus labios, estos estaban sellados. El brujo los cerró y únicamente le dejó el poder de escribir.
Ella quiso que todo fuera como antes, pero el brujo desapareció. La poetisa, desconsolada corrió en busca de su musa. Sin embargo, no lo encontró y tampoco podía gritar su nombre.
Cuando finalmente llegó a su hogar, lo vio armando su maleta para marcharse. Antes de irse, él le suplicó a la poetisa que le pidiera que se quedara. Ella no pudo hablar y no encontró papel para escribir. Él se marchó, y la poetisa se quebró en llanto. Al escuchar su lamento, el brujo bajó y le prometió compañía por siempre. Nunca recuperó su voz.