El perro soñador

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Había una vez un pequeño pueblo con casas de ladrillo, calles rectas y muchos, muchos perros callejeros. Los perros vivían felices yendo de casa en casa durante el día, y por la noche, paseaban en las plazas o en los patios. La convivencia entre las personas y los perros era perfecta. Los humanos a veces los dejaban acampar en sus patios al anochecer; les acariciaban el lomo, les daban de comer y los acompañaban en las tardes lluviosas. A cambio de esto, los caninos perseguían a los ladrones que acechaban las casas. No había quejas.

Un día llegó Roco. Al principio, este perro de pelaje negro con manchas blancas hizo exactamente lo mismo que el resto: cuidaba las casas mientras los humanos trabajaban, y se dejaba acariciar en las tardes de lluvia. Pero, después de un tiempo, se cansó de la vida canina en aquel pueblo. Dejó de cuidar el hogar de los humanos y empezó a pasar las noches mirando a la luna. Para Roco, era especial aquel aire fresco que tenían las noches en las que la luz de la luna invadía todos los rincones del pueblo. Sus amigos perrunos le decían que la luna no bajaría para estar con él por más que la mirara, pero Roco no quería su compañía; con solo sentir la dulzura con la que brillaba iluminando el cielo, se sentía satisfecho.

Aunque nadie parecía entenderlo, a Roco le gustaba lo que esa luna redonda y plateada le hacía sentir, lo que le hacía pensar y lo que le hacía soñar.

Estando con su amiga Rosita, la rana, Roco le preguntó:

—¡Mira esa luna! Es grande, brillante y está tan lejos. ¿No podemos llegar nosotros ahí donde está ella? ¿No podemos salir de aquí e ir más allá?

—¡Ay, Roco! ¿Cuántos pájaros tendrás en la cabeza? —le respondió Rosita estirándose con un poco de incomodidad. 

Pero lo que Roco tenía en la cabeza no eran pájaros, sino sueños; muchos sueños y quería cumplirlos todos.

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