El Quetzalcóatl

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Vive cerca de un estrecho callejón coloreado de almas penando. Las personas que no han abandonado sus hogares suelen no mirar a la cara a sus vecinos. Ahí, se siente un derrumbe cada tarde, cada día es su último día y el dolor no se apacigua.

Todos los días sus muertos les gritan cuando sale el sol. Muchos se rinden y se marchan; muchos otros no vuelven a levantar la mirada.

En las letras y las cruces se repite el abecedario infinito e ínfimo de los que circulamos desde hace varios siglos. Algunos sienten cómo el corazón se repite en la nueva gente que llega a este paradero. El estómago revuelto les incita a tomar malas decisiones.

La gente se mezcla en malas ideas y vidas perdidas. Mañana, algunos prometieron arrojarse. Entre nosotros las promesas ya no se cumplen, las palabras han sido arrebatadas y las velas han ocupado su lugar. Aquí se reza y se llora. Aquí no se vive; se sufre y se pena.

«Glorioso descanso para todos y todas» «Buenas tardes». Ese es ahora el círculo eterno de existencia para esta gente. Somos y seremos ese vacío cualquiera que exigirá una lágrima en un cuarto dentro de la tierra seca y silenciosa.

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