
Socialmente, la evolución del ser humano lo ha llevado lejos. Tan lejos que ha pisado la luna, conocido la profundidad del mar y comprobado que ni el cielo es un límite. Al menos eso creí hasta que descubrí que mis sueños carecían de magia. Entendí que no me teletransportarían al país que quería visitar y menos al segundo exacto en donde, a causa de mi distraído andar, un chico apuesto, de sonrisa que podría cumplir deseos y de brazos hechos a mi medida, me rescataba de golpearme contra el pavimento (o como yo prefiero llamarle, realidad). Mis sueños seguían sin convertirse en súper poderes, así que ese chico nunca apareció. Lo cual no tiene lógica para la voz que albergo en mi cabeza. A ciencia cierta, desconozco si es mi ego o mi falso yo, pero algunos días se parece a todos esos personajes de las películas románticas; es decir, superan la realidad.
Desde pequeña, esa voz y yo tenemos extrañas conversaciones. Siempre la he sentido superior, como una deidad. Solía hablarle mientras tomaba una ducha caliente y el agua caía sobre mi espalda.
—¿Debería perder la esperanza o mantenerla? —decía mientras caían lágrimas por mis mejillas.
—Puedes parar de autocompadecerte. Tienes más de veinticinco años. Otros sufren más que tú—respondía invalidando mi dolor.
Esa situación era más frecuente de lo que admitía. La escena era como en los melodramas que amo ver. Algunas veces, la voz era como verme en los espejos de las tiendas de ropa: todas mis inseguridades se hacían presentes. El problema no solo era la radiante luz que suelen tener aquellos espejos, sino que la voz que se personificaba era yo. Tenía la nariz perfecta, los brazos delgados y el cabello como el de las modelos de comerciales de tintes. Sobre todo, aquella presencia representaba el equilibrio mismo. Era la yo que, en la realidad donde respiraba (aunque suspiro más de lo que respiro), no podía ser. No importaban todos mis constantes y agotadores intentos. La inexistencia de la voz es a elección.