
Tu existencia comenzó el día en que tus ojos se encontraron con los míos. Desde entonces, te colaste en mis pensamientos diarios y futuros. Dijiste que no necesitabas conocerme para saber que querías estar conmigo. Yo tampoco lo necesitaba. Me bastó con ver tus ojos aquel día. Pero ¿qué podían saber del amor dos seres de dieciséis años? Al menos yo sabía cómo amarte.
Comencé a amar el verde de aquellas montañas lejanas y el olor que tenían tras la lluvia. Disfruté que mis ojos se llenaran de sol todas las mañanas, y que la neblina nos cubriera hasta los pies. Adoraba el cantar de las aves y sentir el frío juntos, aun cuando el sol nos abrazaba. Amaba la montaña porque allá estabas tú. Mi corazón se encontraba en la ladera de la montaña, recostado en el suelo bajo la sombra de las nubes. No había de que preocuparse, pues los pinos protegían nuestros sueños.
Yo podía sentir tu amor cada que tus ojos buscaban a los míos, en cada receso que comíamos juntos, caminábamos bajo los pinos y cruzábamos los ríos tomados de la mano. Sentía tu amor todos los días hasta que, después de haber recorrido el mismo camino bajo los mismos pinos, dijiste «Adiós». El último adiós.
Entonces ¿era verdad? ¿Cuándo eres joven no sabes nada? ¿No sabes que si persigues a dos chicas te quedas solo con una?
Ahora estoy aquí, ocho años después. Con mis pies en la montaña me dispongo a usar un árbol como puente. Como aquellos que cruzábamos juntos. Pienso en lo bello que habría sido tu regreso. Despertar a las dos de la mañana entre tus brazos y pensar que aún faltan horas por dormir a tu lado. Habría sido mágico.
Quisiera volver al pasado para abrazarnos y decirnos que todo pasará. Que en un futuro volveremos a estar juntos. Quisiera que leyeras esto y lo sintieras. Pero sé que lo escribí para alguien que no existía. Para alguien que dejó de existir a los dieciséis años.