Lo que escribí para alguien que no existía

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Cada noche me recostaba mirando el techo de mi habitación. Daba vueltas en mi cama intentando encontrar el sueño que busco cada día. Rendida, me levanto, enciendo la luz de mi escritorio, me siento y comienzo a escribir.

Es algo loco escribirle a alguien que solo has visto en un sueño, pero yo lo sentía tan real. La forma en la que tomaba mi mano, su manera de verme como si fuera una obra de arte en espera de ser robada por el ladrón más perverso: el despertar. 

Me enamoré de alguien que no existía, que solo aparecía por las noches y me visitaba en la penumbra, y yo le escribía cartas que después quemaba. Cartas tan hermosas, tan tontas. Yo escribía como si él en algún momento las fuese a leer. Le puse nombre a esa silueta que me abrazaba por las noches: Max, Max Valero.

Una mañana, desconcertada, desperté en una cama que yo creía que era mía. Al levantarme, me encontraba en un apartamento idéntico al mío, pero mis cosas no estaban, parecía que alguien las hubiese reemplazado. Me adentré en el estudio, que no era más mi oficina, era un estudio de pintura y, sentado en un sillón de piel, se encontraba el hombre. Mi corazón se aceleró, pero luego un pensamiento de desilusión me inundó pues sabía que para verlo debía de estar dormida. Esta vez él se veía más real; se levantó y como si yo no estuviese en la habitación, agarró un lienzo y comenzó a pintar.

Después de unas horas viendo cómo trazaba sobre el cuadro, descubrí que era yo, que la chica que pintaba dormida era yo. Comencé a observar los demás cuadros, parecía que estuviese viendo fotos de mi vida. Me acerqué a donde yo conocía que solía estar la chimenea donde quemaba las cartas, y encontré una hoja. La hoja decía:

Comencé a pintarte hace unos años, ahora eres el rostro de todas mis obras, no sé quién eres, ni sé de dónde saqué un rostro tan bello, pero…”.

Un golpe en la puerta detiene mi lectura, unos hombres comienzan a golpear a Max, lo dejan en el suelo, comienzan a destruir los cuadros. Caigo al suelo, observo mis brazos llenos de moretones. Uno de los hombres se acerca a otro cuadro y lo corta a la mitad. En mi abdomen, aparece una línea. Los demás se encargan de quemar el resto de los cuadros. Y así entendí, mientras veía mi vida apagarse, mientras mis pulmones se llenaban de humo, que en realidad estaban matando algo que nunca existió, una obra de arte.

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