Mariana

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Daniel llegó taciturno del colegio. No es habitual en él. Todos los días regresa hablando con entusiasmo sobre todo lo sucedido en las clases y el recreo. Pero hoy no fue así.

Como todos los días, salí a esperarlo. Le pregunté cómo le había ido, me miró lentamente y no dijo nada. Llegando a la casa, cuando lo agarré para abrazarlo, se puso a temblar como gelatina.

—¡Suéltame, suéltame! gritó y salió corriendo hacia su cuarto.

Fui tras él, pero cerró la puerta con fuerza. Al abrirla me sorprendió lo que vi. Con la fuerza de un toro cargó el escritorio de su habitación y lo lanzó hacia la pared con todo lo que este tenía encima: libros, cuadros, el computador y la lámpara. Nunca lo había visto así. Tenía la cara y los ojos rojos y su expresión era de furia. Se sentó en el piso y comenzó a llorar con mucho sentimiento. Me senté junto a él y lo abracé.

—Hijo, ¿qué te tienes? Cuéntame, ¿te pasó algo?

—¿Por qué Diosito se lleva al cielo a las personas más buenas, nobles y cariñosas? replicó Daniel. ¡No es justo! —lo abracé con más fuerza y le pregunté quién se había muerto—. Mariana respondió casi sin voz. Me asomé por la ventana y vi muchos carros frente a la casa de los papas de Mariana. Todos de negro.

Dime, mamá ¿con quién voy a jugar ahora? ¿Con quién voy a montar bici, recoger mariposas, jugar a la casita, al escondido o a la cuerda? Mamá ¿quién ira conmigo a comer helado todos los domingos al parque? —me dijo Daniel en tono de reclamo. Le alcé la cara y le dije que Dios la quería tanto que quería que ella hiciera todo eso con él. También quería tener una amiga como Mariana.

—Solo es cuestión de que entiendas las razones por las que Dios la quería con élcontinué.

Se secó las lágrimas y respondió:

—Lo entiendo, Mariana es increíble. Es la mejor amiga para un niño de siete años.

Se calmó, y mirando al techo dijo:

—Te perdono por llevarte a Mariana. Solo dile que la voy a extrañar.

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