¿Quién entiende este amor?

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Tengo cicatrices de palabras jamás escritas.

Las llevo como quimeras esperando galopar. 

 

Me he dormido seiscientas sesenta y seis noches,

curándome de la manera en que percibo esta realidad.

La he creado con atisbos de películas y música;

con pajas mentales y añoranza de lo que fue,

de lo que nunca pasó. 

 

Hace años que conversamos

y aún llevo conmigo el frenesí de tu baile,

el fantasma de tus gafas cuadradas,

la noche que de mí se desprendieron tus caderas.

Le pongo play al tape que olvidaste sobre la cama,

con tu botella a lado de mi almohada. 

 

He perdido la añoranza que impregnaste en esas canciones.

Todas han perdido el sentido, pero comienzo a entender

que sentías a tu cuerpo como una celda;

una prisión cubierta de tapujos

bajo los cuales anidaban estrellas brillantes. 

 

Me dijiste cantando:

«No juegues conmigo,

’cause you’re playing with fire».

Y terminamos enamorados como tontos

que esperaban cimentar algo sobre la arena. 

 

El silencio se unió a las muecas de tu rostro.

Habíamos perdido algo vital;

algo a lo que nos negamos a dar significado.

Su esplendor era estridente

como el sonido de la guitarra de Keith Richard,

o el baile de Jagger;

mientras tu sonrisa se apagaba como la de Brian Jones. 

 

Desde que dejaste de escribir,

salí de la habitación para encontrar el vacío.

No pude evitar regresar a mi fortaleza,

al lugar en el que nos encontramos casualmente,

versando sobre la red que imaginaste 

para poder encasillar a la felicidad. 

 

No logramos el cometido:

ser delincuentes juveniles, 

asesinos de amores desencantados.

Pero conseguimos el canibalismo de nuestras idealizaciones.

Nos mutilamos y nunca encontramos los modos conexos 

para frenar el ruido de la fiesta que iniciamos días atrás. 

 

Tal vez una visita tuya aliviaría todos los infortunios.

Nunca aprendí a marcar todas las cartas,

ni a dibujar la recta final,

tampoco a regresar el tape a la frase donde coreabas: 

«Ahora vengo yo»

 

Nunca nos dijimos las palabras precisas,

para pasar por la mirada de esta extraña ciudad,

que nos hizo sentir enfermos e infectados por nuestra existencia.

 

Fuimos sofocados, mientras esperábamos el último baile,

un último trago para la máquina y su teclado. 

 

Sabía que te irías cuando las pastillas dejaron de ser colores,

cuando las luciérnagas dejaron de revolotear.

No entiendo por qué nos callamos

si habíamos recibido los mismos golpes. 

 

Se trata de un culto para sanar nuestras cicatrices;

para escribir la última letra de nuestra despedida.

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