
Era casi media noche y corría por los andenes del metro para alcanzar la última corrida. Pensaba en los experimentos fallidos, en los libros sin leer y en el frío que se colaba por todo el lugar. Tras unos minutos, ya en mi asiento, levanté la mirada y lo vi. Sentí de pronto que mi corazón se escapaba de mi pecho. Nos sonreímos. Sin pensarlo me acerqué a donde se encontraba. «No puedo creer que seas tú», le dije. Había pasado mucho tiempo sin ver a alguien de mi pasado. Me sentí emocionado. En realidad, solo habíamos cruzado unas cuantas palabras mientras estudiábamos en la misma universidad, pero yo sentí como si reconectara con alguien a quien quería enormemente.
Hablamos de cómo la vida nos había llevado a esa ciudad de veranos sofocantes e inviernos crudos. El metro se deslizaba a toda velocidad. Me dijo que en el pasado se había sentido atraído por mi sonrisa. Le di las gracias y sentí el impulso de decirle que, en aquel entonces, casi ocho años atrás, yo también me perdía en el sonido de su voz. «Cómo cambiaban las cosas», pensé. Ahora me gustaba más su mirada.
Cuando escuché el nombre de mi estación, empecé a despedirme. Pero él, sonriendo, me dijo que también bajaba. Salimos del subterráneo y seguimos platicando de todo un poco: de películas, de libros y hasta de la música que escuchábamos. La conversación que siempre quise tener con él. Cuando llegamos al lugar donde debíamos despedirnos le dije que me había alegrado verlo, pero que tenía que dejarlo. La vida avanza tan rápido que reconectar con el pasado solo puede ser como un pequeño respiro. Me dijo que sentía lo mismo y nos dimos un frío abrazo.
Por supuesto que todo esto era imposible. Lo último que supe de ese chico es que vivía en otro continente con alguien. Lo confirmé viendo su última historia en redes. Pero en lo que restaba de camino, escribí una carta mental a ese espectro que hizo de mi noche y mi vida en esa ciudad algo más real. Tan real como los espíritus que pierden a los enamorados en las selvas inexpugnables.