
Sus huellas aún se marcan en la arena, su perfume aún se impregna en los rincones de la casa, el olor de su café recién hecho aún sigue presente, y las paredes de mi alma retumban por su partida.
¿De dónde sacas aliento para escribirle a alguien que nunca más te volverá a leer? ¿De dónde sacas la valentía para pelearle a la vida por su decisión?
Salir a caminar es imposible. El aire es cada vez más denso; las personas y el clima son iguales o peores de lo que creías. Y te preguntas «¿Cómo diablos llegaste hasta aquí?». Solo sabes que una fuerte presión en el pecho acorta tus pasos; te duele al respirar, tus piernas tiemblan, sientes como tu brazo izquierdo quiere desprenderse de tu cuerpo, y ves a lo lejos olas queriendo arrasar todo a su paso, cuando tu única salida es un laberinto lleno de púas y astillas de fuego. Quieres gritar y rasgarlo todo, pero hasta el mínimo músculo de tu cuerpo está paralizado, y solo deseas ser agua.
Solíamos hablar de su paso por la vida, del audaz y viejo zorro que era; de cómo aprendió a trabajar y de los hijos que tuvo y no conoció. Bromeábamos de la herencia que aún no nos dejaba. También hablaba de las baratijas que solía guardar con tanto recelo y por las cuales muchas veces mi madre le discutía.
Días y días en donde la felicidad tocaba a nuestra puerta; horas y horas en brazos de papá, mientras él daba susurros de motor y tuercas a punto de salirse; regresos a clases con loncheras hechas por él; consejos a medio dar sobre lo fuerte y capaz que era, y del cómo jamás permitiría que nadie me hiciera pedazos; charlas incomodas y horas estrictas de llegada; peleas infundadas sobre cómo no me entendía y mi decisión de irme de la casa. Todas eran anécdotas de aquella compañera que solía regocijar su dicha en mi lecho seco y vacío.
Damos todo por sentado: que aquí, que allá, que mañana y que en un año. Sí realmente entendiéramos el valor de los momentos, quizás, solo quizás, el dolor y la culpa se irían de viaje a una isla paradisiaca con cocos llenos de vodka y arena hasta en los oídos. Y después de unos días enviarían una postal: “Estamos tan felices que no llegaremos a tiempo, cuídate”. Eso sería grandioso. Pero esa hostil y desoladora realidad te sacude y te lleva a pensar que no puedes pasar por un frágil y pequeño puente, cuando eres consciente de que tu carga es más pesada que cientos de puentes de madera.