—Está hecho —dijo tirando la espada al fondo de la estancia.
—Bien, no esperaba menos de ti. Todo lo que necesitas está en el carruaje. Lárgate de una vez.
—No volveremos a vernos.
—No.
Sus pasos avanzaron hasta el enorme portón. Eso había sido todo. Después de aquella guerra, al fin descansaría. Antes de tirar de la manija, echó una última mirada al interior del castillo. Por un momento, el corazón se le encogió. Ahora debía seguir su camino.
Cerró la puerta, subió al carruaje y nunca regresó.
Ella estaba sentada frente a la chimenea bebiendo su última botella de vino. Se había convertido en un monstruo después de todo. Su respiración, antes agitada, ahora era solo un simple cosquilleo que no le interesaba.
Después de la séptima botella, empezó a sentir los estragos de la bebida. Lo veía, ahí estaba él. Apuesto, arrogante, bañado por la luz de la luna. Su único pecado había sido amarse. Las lágrimas bajaban por sus mejillas y la vida no significaba nada.
Habían pasado 50 años desde la última vez que lo vio. Le dolía. Pronto amanecería, pronto todo acabaría. Se puso de pie, avanzó por los corredores del castillo, subió a la última torre esperando su último amanecer. Había pasado tanto tiempo vengando su muerte, matando a todo aquel que tuvo que ver con el incidente, pero ahora estaba rota, vacía, tal como el día que lo conoció. Una sonrisa asomó a sus labios. Recordaba los bailes a la luz de la luna, sus figuras amando el silencio. Estrelló la botella contra el piso y aplastó algunos fragmentos contra sus botas. Las últimas palabras le llegaron a la memoria:
—Tú perteneces a la luz y yo a la oscuridad.
Su risa se hizo estridente al recordar ese momento. Él estaba tan solo como ella. Sabía que su amor había sido lo único que la mantendría viva. Él no lo entendería, seguro la odiaría por esto, pero lamentablemente ella nunca había sido lo que él esperaba. Era su opuesto y a la vez su alma gemela. Este mundo los había condenado a la soledad, a la desdicha de la tristeza.
El sol inició su ascenso por el cielo, sacando a las flores de su letargo. Era el final. El amanecer deshacía su cuerpo en partículas de ceniza. Estaba muerta.