Soy una niña, una niña que quiere salir a jugar. Soy una niña que quiere tener amigas para poder jugar a la cocinita y tener muchas muñecas. Cuando cierro mis ojos de niña en las noches suelo soñar que mi papá y mi mamá se aman y son felices al tener hijos maravillosos; sueño que me abrazan y abrazan a mi hermano, nos dicen que nos aman y que están orgullosos de nosotros. Mi papá me alza en sus brazos y juega para hacerme sonreír, mi hermano se nos une y es ahí donde empezamos a ser una familia feliz, con mi papá disfrutando tenernos a su lado. Mamá nos mira y sonríe. Se siente segura y amada por su familia. Ella es feliz, por fin lo es. Nunca en nuestra familia escuchamos una mala palabra, nunca nos pegan. Mis padres tienen una relación de cuento de hadas. Ellos, nosotros, somos absolutamente felices. Hasta que desperté.
Volví a la realidad… Soy una niña de cinco años sentada en las escaleras de mi casa escuchando a papá insultar a mamá, escuchando a mamá pedirle desgarradamente que por favor no le pegue más. Él, poseído por los celos, la trata como si fuera un pedazo de basura. Hizo que una niña de cinco años odiara a su madre pensando que ella era la culpable. Cómo la odiaba. Odiaba que llorara y no se defendiera. Era frágil, era miedosa; ella no sabía decir nada para evitar la violencia. «Mami, ¿por qué no te defendías? ¿Por qué yo no te defendí?». Mi única acción era acercarme a mi papá llorando para que él me alzara y me dijera: «Mamita, ¿por qué llora?». Y yo dulce y sollozante le respondiera: «Porque usted no me quiere…»
¿Cómo una niña mantiene ese recuerdo intacto? ¿Cómo la adulta de hoy sólo recuerda esa escena de su infancia? No llores mi niña, que el olvido te está protegiendo de tanto dolor, no llores porque ahora tu madre es feliz, ahora no permite que tu padre la violente más. Él le dio la posibilidad de ser libre, él ya la asesinó… Tú, mi niña, sigue disociada en esa escena, porque esta adulta necesita continuar su vida como si nada hubiese pasado.