Claustro

pexels-enric-cruz-lopez-6272314-scaled-thegem-blog-default

A la velocidad de un autobús que comenzaba un viaje hacia las afueras, atravesando la zona en la cual se difumina la ciudad, Claustro vio una lancha a la orilla de la carretera. Posada sobre unas llantas, frente a un frontispicio sin interior —solo la pared en pie: una sucesión de arcos, y más allá de una puerta, solo yerba y cielo—, esperaba dar su testimonio sobre alguna amargura perdida. Sería lo más emocionante que ofrecería esa ciudad árida; la historia posible de personas forjadas por el litoral: sus riscos, la sal, el bochorno y los huracanes. Gente que vendió todo lo que tenía para cambiar de residencia, una huida. La lancha, en calidad de chatarra, sería la hebra solitaria que conduciría a esa derrota: así pensó Claustro.

O era esa lancha pasmada la escena trunca de otro tipo de escape: de la ciudad hacia el mar. La historia de alguien que juntó unos pesos, compró un sueño en la chatarrería y se encaminó a la costa más cercana. Y por alguna razón no se fue. Se quedó enmarañado en las corrientes del transporte público, de las caminatas obligadas sobre calles con baches. Para Claustro, niño, la situación no podía ser de otra manera: o era concreto o era marea, pero siempre estaba de por medio el fracaso y la fuga. Él quería escriturar un mundo, su mundo. Se sentó a escribir esa historia, esperando que, casualmente, sus palabras recuperaran algo extraviado pero aún existente. Imaginó nombres, rostros, tonos de piel, tragedias, éxodos

Y entonces nos despidieron, hace treinta años. Dijeron que el agua ya estaba muy contaminada y no podíamos seguir ofreciendo paseos. No lo niego, insoportable el olor; a drenaje, también a algún químico. No sé, aquello lastimaba. Nada natural penetra tanto. Para ese entonces sentimos mucho miedo. Ni uno de nosotros era oriundo de esta ciudad, todos veníamos de la costa porque hasta allá fueron a buscarnos para trabajar. ¿En qué nos íbamos a ocupar si el mar también estaba marchitándose? Supimos que vagaríamos aparte, que junto con el lago nadie nos recordaría. Los que nos conocían se van, mueren, se hacen viejos. Hace unos días me subí al autobús a pedir moneda y pasamos por la carretera. Miré una lancha desvencijada al borde. Me pregunté si, de pura casualidad, no era esa la que yo usé. Me sentí una planta casi muerta crecida en las grietas de la calle, apersogada por el cemento. Nadie podrá imaginar cómo terminó esta mi huida. Solo yo sé mi historia. Solo yo sé que existo.

13

Dejar un comentario

X