Pasando por el pequeño parque recordé tu abrazo, ese abrazo que me estremeció el mundo; el único abrazo que me hizo anhelar quedarme con alguien, contigo.
Escribí sobre ti, sobre tus rizos rozando mi mejilla, tus ojos extraños volviéndose chiquitos cuando reías a carcajadas, y sobre tu pequeña figura envolviendo mi cuerpo. ¿Mi cuerpo? No, mi alma. Escribí cómo cada calle me recordaba a ti, cómo las cortinas con las que jugábamos me miraban con tristeza como queriendo volver a ser estrujadas por ti. Escribí para ti, pero las letras no me llevaron al otro mundo, a ese en el que se supone que estás mejor.
Me sentí traicionada, pues me habían dicho que los trazos repletos de sentimiento, de dolor y de amor podrían ser mi escape de la realidad. «Puedo ir por ella, me esforzaré. Si lo hago bien… escaparé por ella», pensé. Así que seguí escribiendo.
Escribí de tus pequeños saltitos emocionados cuando querías mirar por la ventana, de tus berrinches estresantes que ya no me parecían estresantes; escribí sobre cómo me obligabas a cargarte porque te cansabas y cómo sentía que mis piernas fallaban porque ya estabas muy grande. Pero no pude escribir nuestra conexión. No ha nacido la mente que cree palabras o signos adecuados para detallarla y si yo las creaba… nadie las entendería.
Te escribí, te anhelé en cada letra, en cada frase, en cada párrafo, pero pasaban los días y no estabas, yo no escapaba. Escribí para ti, para que existieras, pero no existías. Ya no.