Durante siglos, nos enseñaron que venimos al mundo a reproducirnos; y que las mujeres teníamos como único propósito ser madres. Nos acostumbramos a romantizar la maternidad, a pintarla de rosa pastel y a fingir. Estaba mal quejarse, cansarse y obstinarse, porque estos síntomas son una traducción directa de que la maternidad no es suficiente para hacerte feliz.
¿Qué pasa si necesitábamos más que ser madres para estar completas? Nos adaptamos a guardar tantas cosas para nosotras mismas, que fuimos perdiendo el sentido de lo que realmente nos hace felices.
La famosa diatriba de que “esa o aquella es más mujer que madre” siempre me causó confusión. ¿Dónde terminaba la mujer y dónde comenzaba la madre? ¿Acaso se dejaba de ser mujer al parir? ¿O solo las mujeres que logran convertirse en madres pueden tener el honor de llamarse mujeres? ¿Qué son las demás?
En la lucha eterna entre la mujer y la madre, casi siempre la mujer cede y depone sus armas ante su rol de dar. De cuidar primero a sus hijos, después a sus padres y siempre a la pareja. ¿Y quién cuida a esa mujer que se quedó vacía por ser madre, hija y esposa? ¿Quién le recuerda que es más que un par de brazos que sostienen y alimentan? A menudo son otras mujeres las que vienen a recordárselo; mujeres que ya padecieron la mutilación de su ser y regresaron para contar su historia. Mujeres fuertes.
Esa noche me di cuenta de que una de estas mujeres había nacido en mí, y el dolor en mi pecho era el recordatorio de que existía; de que era más que la mamá de alguien. Era una mujer que había entregado, amado y que había perdido. Una mujer que decidió un día no llorar más y no volver a amar. Que comprendió que el tiempo es el mejor aliado de un corazón roto y que no había curita más efectivo que el amor que nos podemos dar a nosotras mismas. De esa mujer brotaron girasoles, cuando de otro pecho solo hubiesen nacido semillas de rencor. Ella nació de las entrañas de la madre de mi hija y no le quedó más remedio que parirse a sí misma.
Entonces, ¿dónde terminaba la Isabel mujer y dónde empezaba la Isabel madre? Éramos la misma. Yo era una mujer que amaba, que se maquillaba y que sentía; una mujer que hacía el amor sin culpa. Que adoraba a su hija por encima de todo y que será su madre para toda la vida. Esa noche comprendí que, sin separar la mujer de la madre, las había hecho más fuertes a las dos.