Amado Veer, ese intruso sigue perturbando mis sueños…
Hoy sucedió en la casa del abuelo. Las casas de los abuelos tienen un ambiente peculiar, ¿no crees? Algo que te sabe a pesadumbre de la más fina, a las sensaciones atropelladas de la niñez. Esa tarde todo era absorbido por una pronta lluvia, igual que la muerte del abuelo, a quien hace tanto no recordaba. Simplemente, todo era frío y oscuro. Lento. Ensoñado. La luz entraba opaca por la ventana del comedor donde yo veía, rígida, los callejones. De pronto, entre los techos desiguales de la colonia, algo me observaba. La oscuridad tomaba forma y se escondía detrás de un tambo de agua. No podía avistar sus ojos y, aun así, me veía. Lo sentía. A varias casas de distancia, me veía y yo a él. Su atención tenía un peso sofocante que enfriaba todo, hasta mi respiración.
Empezó a desplazarse hacia mí. «No va a llegar», me sorprendí a mí misma encarando al destino, a mi miedo. Como si pudiera leer mi pensamiento, de una zancada sus largas piernas se hicieron aún más largas alcanzando el siguiente techo. No volaba. No saltaba. Daba pasos largos, demasiado largos, como un niño jugando a las atrapadas. Sus piernas parecían estirarse sin importar cuán grande fuera la distancia entre los tejados.
Tengo muy mala memoria y tú lo sabes, pero sus ojos se habían grabado en mí. Tenían un odio seco, fijo y penetrante. Ahora podía verlo más de cerca. Ya no era una silueta oscura sin definir. Sus escasos cabellos se revolvían por la brisa, tan fría como su aspecto. Una cara pálida, casi blanca, bastante anormal. Y aún con todo, lo más atemorizante no era lo árido y pesado de su mirada, sino su sonrisa. Era tan grande como sus comisuras se lo permitían. Estaba tan cerca que podía advertir lo fétido y amarillento de su dentadura. Su gran boca roja me susurraba palabras inteligibles, sin dejar de clavarme el odio paralizante de sus ojos. Todo el mundo se sumía entonces en el silencio. «Ya viene por mí», señalé. No pude huir de él. Sólo era yo en sus ojos. Sólo era yo y no dejaba de hablarme. Sólo era yo, y no dejaba de venir hacia mí. Sólo era yo, y no dejaba de contemplarme tan de cerca como el cuadro del abuelo en la pared. Pero no me tocaba. No me tocaba. Ni siquiera cuando desperté, y lo tuve frente a mi cama mirándome con esos ojos que te secan las emociones. Lo vi sonriéndome, hablándome, pero no me tocaba.