Siempre he creído que meditar
va más allá de una oda a la esperanza,
a la esperanza de suprimir el deseo,
el deseo del no deseo.
Siempre he creído que meditar
es cantarle un himno
de respiración silenciosa
a tu corazón;
una oportunidad,
una necesidad,
un llanto de simpatía oceánica.
Siempre he creído que moriré
ahogada
en el estruendo mudo de una piscina
repleta de almas.
Ahí encontraré al testigo
de mis bíblicas intenciones
y que solo ahí,
y solo ahí,
atinaré a la omnisciencia,
al autor que me ha hecho creer
que siempre
he sido una esclava;
que hay personas
que se nos mueren
con la víscera.
Bombeante,
bombeando.
Alguna vez convertí una butaca
en mi ser amante.
Inanimada.
Quieta.
Sin mirarme.
Me acurruqué en sus tiernos brazos
fríos,
oscuros,
silenciosos.
Tres tristes ignotos.
Animado.
Hablante.
Doliente.
Una butaca era.
El primer ignoto.
Un parásito exprime vida.
Inanimado.
Andante.
Muerto.
Eterno.
Dos ignotos.
Amante.
Amado.
Dueño,
de las pequeñas cosas;
dueño,
del tiempo perfecto,
de los cristales airosos
que revolotean hacia su muerte,
del café filtrado,
de la poesía oceánica,
del amor al prójimo,
de la vida eterna,
de los espíritus selectos.
Un tercer ignoto.
Pero a ninguno lo conozco.
Antes no era así,
en mis meditaciones
no había desconocidos.
Yo creía que meditar
perdonar,
inhalar,
exhalar,
desencorvarse,
era cerrar tus ojos
e implorar
por la desaparición
de tus pecados.
Como si el día de mañana
jamás hubiera deseado
que mi tío mejor
se suicidara.
Hoy
no conozco
ni a mi tío,
ni a mi padre;
ni a mi madre,
ni a mi abuelo;
ni a Dios,
ni a nadie.
Hoy
medito
porque deseo
inexplorar
a ese ser
que me acaricia la existencia.
Porque no lo veo,
y no quiero.
Pero quiero
libar su miel,
su creación,
su amor.
su llanto.