Son las 02:57 a.m. y mis peores miedos me vuelven acechar. Acostada en mi cama me invade el miedo, los escalofríos me recorren de pies a cabeza, lloro como si fuera mi última noche. Los pensamientos no me dejan respirar y mis ojos se inundan en la oscuridad, mientras mi mente me dice al oído: «La dulce muerte viene tan sigilosa y elegante, la muy sádica. ¿Piensas que no te atrapará? Está cerca, muy cerca. Déjate querer. Ella ama a todos por igual».
Son las 03:05 a.m. y no puedo detener mis pensamientos. Todos terminan en tragedia. Muchas veces me había sentido triste, e inconscientemente me decía que era normal, hasta que logré acostumbrarme. ¿Qué podía hacer con esto que me quemaba las entrañas, consumía mi alma, estrujaba mis huesos y corrompía mi alma? ¿Acaso solo debía dejar que ese miedo me consumiera para que algún día estuviera en paz?
Mamita, mi mami, cuanto te necesito. Quiero que le des un pequeño abrazo a esta niña enferma y llena de temores, a quien la vida y su maldita sociedad marcó. Necesito de tu calor y de tus besos que son medicina para el alma; que me hables con ternura como cuando tenía seis años. ¿Te acuerdas cuando me despertabas diciendo: «More, levántate o llegarás tarde, hija mía»? Esas palabras las llevo en mi mente, al igual que todos los poemas que aprendimos juntas y todas las lágrimas que derramaste por mí. Tu amor sincero siempre lo llevaré en mi corazón.
Son las 03:29 a.m. y la muerte se sentó a mi lado sin que le diera permiso. La desgraciada probó mis lágrimas y me dijo que sabían a la más dulce tristeza y agonía que había contenido por años. Después, tocó mi cuerpo desgastado de tanto luchar y miró a través de mis ojos lo que jamás pudo ver desde afuera. Me dijo: «A pesar de vivir millones de años, no había visto jamás tanta desdicha». Sonrió burlándose. «Pobre humana ingenua que has amado, has dado amor y aun así lamentas haber sufrido. Eso no es sufrimiento. Yo te enseñaré lo que es el dolor», sentenció clavándome sus manos como dos puñales de obsidiana para arrancarme el corazón. Me vio dar mi último suspiro y, mientras cerraba mis ojos, logré ver cómo devoraba mi corazón. Como último gesto se despidió diciendo: «Dulce y tierno corazón. Y aun así fuiste la más desgraciada». Se pasó la lengua por los labios saboreando mi dolor.
Son las 03:58 a.m. y he muerto sola, vacía. Por primera vez no siento nada, ni dolor, ni tristeza, ni agonía.