Te lo dije. Te lo dije. Te lo dije aquella noche afuera del bar temblando: «Si decides irte, es para no volver». Tú aseguraste con los ojos vacíos y el cigarro en la mano, que no regresarías.
Pero aquí estás, treinta días, doce horas y once minutos después con un mensaje. Un único mensaje de texto haciendo eco en mi mano temblorosa: “Hola, espero que estés bien”.
¿Hola, espero que estés bien? ¿Se puede estar bien cuando tienes atorado el hubiera entre ceja y ceja? ¿Cómo se puede estar bien cuando el silencio y el olvido conversan interrumpidos una y otra vez por tu recuerdo?
Después de ti entendí que de las mil maneras que hay para matar a quien amas, la más lenta es nunca amarla lo suficiente. O no amarla en absoluto. O hacerle creer que la amas cuando en realidad habita lo más profundo del sótano de tu corazón.
Yo habría sido. Yo quería ser. Pero tú nunca quisiste.
Durante todo este tiempo quise creerte. Quise creer en cada palabra, en cada silencio, en cada abrazo. Quise creer que el amor podría llegar a ser más fuerte que tu miedo, que valía la pena apostar todo por un beso que había nacido muerto y que se extinguió poco a poco entre caricias vacías.
Hubiera. Hubiera. Hubiera. Ese maldito hipotético de todo lo que se quedó a medias; en el camino entre ser y no ser, atorado entre lágrimas e instantes robados.
Pero tus pies están aún atascados en las arenas movedizas de tu pasado y mi mirada no hacía sino apuntar al futuro. Hacia nuestro futuro. ¡Ese que pudo haber sido, pero tú te negaste a luchar! Te faltaron agallas y a mí me sobraron ganas de querer intentarlo.
¿Que si estoy bien? No lo sé. Ya se me olvidó lo que es estar bien.
Camino por un suelo que es mar bajo mis pies y con tu olvido fragmentándome a cada paso. Hoy quiero creer que me extrañaste. Hoy me gustaría imaginarnos donde lo dejamos, allá donde la esperanza nos mantenía de pie y no cansados de buscar el oxígeno que te llevaste. Yo muero de sed, sed de ti y aun así me sigo ahogando. Ahogando en tu recuerdo, en tu silencio y aún así, aún así no quiero responder. No voy a responder.
Tengo que aceptarlo. Voy a aceptarlo. Te fuiste. Decidiste irte y yo tengo que dejarte ir.
Quizá un día pueda responderte con una sonrisa de vuelta: «Sí, estoy bien». Pero no hoy. Porque no sé cómo seguir siendo fuerte, pues incluso para un fénix es cansado estar renaciendo de sus propias cenizas, de sus propios trozos rotos.