Anoche fui a dormir pensando en Él. Me ha pedido que no mencione su nombre, pues cree que la intimidad es como un murmullo que guarda un secreto, mientras menos lo sepan mejor. ¿Cómo debería de nombrarlo, entonces?
Él es un chico que trabaja por la avenida Américas, muy cerca de las pomposas cafeterías y del terrible tráfico de la hora pico. Fue en uno de esos lugares en el que pagas con gusto por un café mal hecho y costoso, donde nos conocimos. Si pudiera regresar a ese último domingo de invierno, lo haría sin dudarlo. Repetiría las mismas decisiones, y hasta pediría aquel insípido capuchino; volvería a tomar la mano de un desconocido y diría ese chiste que me permitió oír su risa.
Los lugares guardan estrepitosas memorias que, si te detienes a escucharlas, podrás vivirlas de nuevo.
A partir de ese día Él y yo jamás nos soltamos. Me acompañó a mi casa, preparó la cena y se sentó en mi sala. El silencio se convirtió en nuestro cómplice. Habitaba en nosotros, así como habitábamos aquel espacio adornado por sillones y teñido de blanco. Nos bastaba con sentir el tacto de nuestras palmas.
Él se iba y llegaba siempre a la misma hora. Su presencia se convirtió en un acto ritual que consistía en besar mis mejillas, palpar sin gentileza mi cuerpo y acariciar dulcemente mis labios. No podía interrumpirse. Adorarme en secreto se convirtió en un sacramento. Todavía puedo escuchar los murmullos de aquellos rezos.
Al finalizar nuestros encuentros, yo le platicaba de mi vida, de las flores y de ensoñaciones futuras. Él solo escuchaba y se reía; dejaba caer todo su peso en mis piernas y me obligaba a acariciarle el cabello. Era mejor escuchando que hablando. Su risa era tosca y algo chillona. Su cuerpo era fornido y varonil. Lo que me encantaba de Él era su aroma, olía a una extraña combinación de granos de café y bosque.
Llevábamos un año de cumplir con nuestra silenciosa rutina. Aquel día me encontraba esperándolo nerviosa en mi sala. Llegó a la misma hora, vestido de negro y con el cabello mojado. No quiso entrar a iniciar el ritual, y de pronto sus ojos divisaron que el color de la sala había cambiado. Ya no era blanca, ahora era gris. Los muebles también habían sido reacomodados. Su diminuto paraíso ardió en ese momento y, como era de esperarse, se marchó sin dirigirme la palabra.
No he vuelto a verlo. A veces camino afuera del café de las Américas con la esperanza de concluir nuestra historia y de oír lo único que escuché de Él: su risa.