Me pidieron escribir acerca de alguien que no existe. Pensé en Ray Bradbury de inmediato, pero su literatura aún vive; cuando llueve una de esas lluvias que ahoga las demás lluvias; cuando se recita un poema en donde la poesía no existió antes; cuando por la calle veo los tatuajes de un hombre; cuando veo al cielo por la noche y allá en las estrellas recuerdo que uno de esos puntos luminosos es Marte.
Entonces, ¿escribir para quién? La literatura me enseñó que la inmortalidad es posible. Si logras hacerlo bien, claro. Recuerdo a un poeta Romano que fue exiliado. Escribió poesía en su soledad con la fe de que, mientras Roma exista, el mundo lo leería. Ovidio siguió escribiendo.
Pero ¿qué hay de los lectores? Aquellas personas de millares y millares de nombres, lenguas y rostros. Aquellos a quienes se les bautizó así porque son más que legión. Escribí para ellos. Pero poco después me arrepentí de pensar que no existen a pesar de no verlos, pues recordé a mi Tito, el más simple y magnifico de los lectores.
En vida, mi abuelito Manuel leía el periódico y los comics de Kalimán. Pero eso yo no lo noté a simple vista. Él no me dio el lenguaje de la palabra, me dio el de las acciones. Era una persona atenta, valiente y gentil. Lo que representa un buen lector de periódicos, lo que significa ser fiel al principio de los superhéroes que uno lee. Incluso cuando mi abuelito sufrió una enfermedad que le quitó la capacidad de hablar y escribir, su presencia era tan luminosa como la de los planetas en la noche más oscura, o como el verso más romántico que escaló a través del tiempo.
A veces… No. Perdón. Casi siempre, cuando me preparo para escribir, pienso sobre mi lector. Ese que ya no existe en vida. Pienso en mi Tito Manuel. Guía mi texto. No sobre si a él le va a gustar o no. Para nada. Me guían sus acciones. A cada palabra le doy un cuidado; a cada personaje le escucho; a cada nueva historia me aventuro; a cada expresión le admiro.
Hob Gadling, una persona inmortal a la que Neil Gaiman transcribió en su serie de Sandman, dijo que las personas no dejan de existir, o al menos no hasta que todas las personas a su alrededor las olviden. Ray Bradbury decía que uno recuerda a alguien mediante las acciones que replica en las labores.
Por eso digo que no puedo escribir sobre alguien que no existe. Porque al escribir recuerdo la vida de mi abuelito. Y cuando recuerdo, escribo con atención, valentía y gentileza. Todos los verbos me conducen a él, a mi más querido lector.