La aventura llama cuando uno menos la espera. Así me sucedió una madrugada. Dejé todas mis pertenencias atrás, ni me preocupé de cerrar la puerta, ignoré los estragos que la procesión del Día de Todos los Santos había causado —restos de comida, sobre todo— y me encaminé hacia mi destino.
Desde niño quise ir a aquel sitio con fama de estar encantado. Me refiero al cementerio que recibió su nombre por el cerro en que descansa: La Regla. Es una suerte de laberinto bien escondido y olvidado, cuidado por una señora misteriosa que no solo vivía prácticamente al lado del camposanto —lo cual es muy valiente—, además se encargaba de un jardín de cuyas cosechas nadie sabe.
Tal señora, envuelta en innumerables mitos, mantuvo lejos de la zona a los adultos, mas no a los niños, pues en ellos la curiosidad superaba al miedo. Tal no era mi caso, y me avergüenza nunca tener una buena excusa al respecto. Supongo que el sitio me inspiraba, aparte de temor, respeto.
—¡Oe, Fabri! —decía Jefferson, el más travieso—. Vente con nosotros, vamos a jugar a las chapadas a La Regla.
—No creo… —contestaba siempre.
En ocasiones extraordinarias intentaba detenerlos, pero solo conseguía quedar como un marica. Finalmente desistía y regresaba a casa. Media hora después, veía regresar a toda la mancha desde mi ventana, como huyendo de una bestia invisible. No volvían a asomarse sino en tres o cuatro días. ¡Ah, recuerdos!
De vuelta al presente, ya no oí a Jefferson. De hecho, no oigo a nadie desde hace años… No me llamaba una persona, sino un instinto, como si una voz interior me dijera que el momento había llegado. Era hora de enfrentar mi miedo.
Ascendí por la serpenteante carretera hasta encontrar el portón del cementerio, custodiado por la señora ya mencionada. Mi saludo no obtuvo respuesta. Solo tomó mi brazo y, adivinando mi pensamiento, me condujo entre los intrincados andenes.
Adentro distinguí varios carteles con los nombres de los difuntos, algunos decorados por mosaicos y baldosas. También vi flores regadas por el piso y botellas de pisco vacías. Sin duda, lo mejor fue la guitarra rota colgando del nicho más alto, un muro de concreto al desnudo.
No noté que nos habíamos detenido. Escudriñé mi alrededor en busca de mi guía cuya figura casi se había fundido en la oscuridad menguante. La miré a los ojos esperando una explicación, pero fue en vano. Tras unos segundos eternos, me agaché en dirección al agujero.
—¿Le ayudo con el bastón?
—No, gracias. Puedo solo.