En la taquería había un par de mesas vacías y un leve olor a lavanda y pastor. Habíamos planeado comer juntos. Pedí las órdenes, las mismas de siempre, la rutina a la carta que crece con el tiempo compartido: dos tacos, dos cocas, una vida.
“Ya estoy aquí, ¿tardas?”, escribí.
“Ya trajeron la comida… todo bien?”, una palomita marcaba la ausencia en su chat.
A veces pienso que la intuición es el escote de la ansiedad, un miedo que se instala sin avisar: un mensaje eliminado, las llamadas desviadas, las que se toman a escondidas, los días sin verlo y los mensajes sin respuesta.
Cuando terminé la primera parte de mi orden decidí marcarle por teléfono. Uno, dos, tres… Buzón de voz. Me terminé la coca y su orden ya se había enfriado. “¿Estás bien?”, escribí. No tengo claro si el mensaje llegó a las tres, o tal vez después. Hay momentos en donde el tiempo pesa y crece como un cruce sinuoso lleno de lodo.
“Come tú sola, te quiero”, escribió.
Pedí la cuenta y guardé el resto de la comida en unos desechables. Antes de levantarme le escribí: “¿S
Cuando abrí la puerta del departamento él estaba sentado en el borde de la cama. Un par de maletas le rodeaban las piernas; el clóset se encontraba desordenado y mi ropa esparcida en el suelo. Él revisaba su teléfono y no se percató de mi llegada.
—¿Qué haces? —pregunté.
Fingió sorpresa y guardó su teléfono.
—No lo sé —respondió sin agregar más.
Estuvimos sentados sin decir nada algunos minutos. Luego me dio su teléfono y leí los mensajes que mantenía con alguien que yo no conocía.
—Discúlpame —dijo agachando la mirada.
Al final, se levantó y salió con el par de maletas.
Por la noche releí nuestras conversaciones: “confía en mí”, “te amo”, “comemos juntos?”. Durante un instante del insomnio le envié un mensaje: “Qué hago con los tacos que te guardé?”. Luego abrí su foto en el chat, sin reconocer a quien le había escrito.