Recuerdo que me confesó en privado, rogándome que no le contara a nadie, que tenía un diario en el que escribía de todas las personas a las que su vergüenza le impedía decirles lo que sentía. «Me gustaría que cuando yo muera, se lo muestren a las personas de las que escribí», decía.
Hoy, días después de su fallecimiento, recordé la promesa que le hice. Primero decidí echar un vistazo al pequeño diario porque, aunque sabía de su existencia, nunca había leído ninguna de sus líneas. Quedé sorprendida. La gente lo tachaba de frígido, de odioso, y en estas páginas veo que él nunca, ni para sí mismo, dijo una mala palabra de alguien. En todos los textos decía bellas palabras a los demás, y todos los finalizaba con una pequeña nota de disculpas en la que lamentaba que su timidez fuera superior a él.
Había un texto para mí donde decía que me amaba, que estaba enamorado locamente de mí. Yo también lo amé… pero pensé que él no me correspondía. Lo veía como alguien solitario, un amante de la soledad; pero ahora sé que solo conmigo lograba sentirse bien. Lo mismo me pasaba a mí con él: sentía que, a su lado, era más yo de lo que fui nunca. Qué lástima saber tan tarde que ambos nos queríamos.
Pero en fin… Iré a mostrar los textos a las personas como me lo pidió.