Te estoy llorando
con un ojo de desesperación
y el otro de impotencia.
Te estoy llorando, hermana,
es todo.
Enriqueta Ochoa
Yo tenía un amigo,
pero el viento otoñal se lo llevó volando,
tomó su alma y la elevó al cielo
lejos de su cuerpo desgastado.
El cielo se coloreó gris,
le lloró a mi amigo,
el firmamento se rompió
para lavar su alma
de la pesadez del cáncer,
del dolor tumoral que habitaba
su cráneo,
su estómago,
su piel.
Dejó en su rostro la marca infantil
de todo lo que se desvanece,
el viento otoñal lo abrazo,
beso su frente
arrullándolo,
limpiando sus recuerdos
uno por uno,
dejándolo ir,
tranquilo,
desdibujando su ceño fruncido;
ahí, en ese pedacito de frente
donde escondía
las preocupaciones,
los secretos,
la carga,
el cansancio acumulado
y todos los sueños jamás realizados.
El tiempo se craqueó
antes de llegar a la meta,
el cuerpo se invadió de enfermedades oportunistas
y se dejó yacer como las hojas que caen
en octubre.
Quieto,
quieto,
drenando la cabeza de memoria,
supurando la maldad,
dejando atrás
toda vulnerabilidad,
retrocediendo
lento,
lento,
hasta la infancia.
Lugar encantado
donde se podía soñar con ser mujer,
usar tacones,
pintarse las uñas y bailar,
para así habitar por siempre
el sueño,
la ilusión.
Allá va,
otra alma joven
sin cáncer,
sin VIH,
sin estigmas,
sin miedo,
sin dolor,
caminando pasito a pasito
a la eternidad,
con veintitrés años,
con el alma completa,
y curada,
por el viento otoñal.