Creí haberte enterrado.
Recuerdos, ilusiones, porvenires bajo el peso de la tierra.
Tierra de indiferencia, de distancia,
pretendiendo sepultar un sentimiento negado;
un aleteo de emoción nacido de lo perfecto:
de manos de un caballero que toca el piano
con voz encantadora que profiriere halagos.
Modales ideales.
Defectos maquillados.
Fotografías bajo tierra de atardeceres lluviosos,
de tus ojos encandilados,
de escenarios hipotéticos,
de instantes arrebatados a los años.
Canciones con dedicatoria que nunca sonarán igual.
Pasos de baile fracasados
al compás de un vals.
Un retrato que dibujé
en la servilleta del café.
Belleza incomprendida
desbordante de gallardía
con instructivo para descubrirla.
Me creé miles de historias,
te escribí cientos de cartas
aunque nunca con destinatario.
Toda la materia creativa
guardada bajo el sustrato.
Realidades imposibles.
Ayer, por ser pasado.
Hoy, por no latir con vida propia.
Certificado de defunción
que otorgue eterno descanso.
No quise escribir tu nombre en la lápida.
En su lugar, te llamé “amor de mi vida”,
que bien vale como epitafio.
Mas me olvidé de la advertencia
que plasmé detrás por si acaso me perdía
y te hubiera idealizado:
no se puede enterrar lo imaginario,
lo que yo misma he creado.
Lo intangible y, por invisible, inexistente.
Solamente las palabras,
las que yo te he dedicado.