Hace nueve días se habrían cumplido siete meses de su corta vida. Puedo imaginar demasiadas cosas. Tal vez, al vivir fuera de casa, encontrarnos en un pequeño cuarto con lo poco que me llevé de casa de mis padres: la encimera llena de cosas que nunca creí que habría de necesitar, una cama en la que tendríamos que caber los cuatro, o tal vez una cuna en la que ustedes pudieran descansar todos apretados pero calientitos. Un hogar cálido y simple, una vida nueva y aterradora pero llena de deseos de ser mucho más.
Pero todo lo que pienso solo se limita a eso, pensamientos, porque ahora me encuentro sin ello. No lo pienso a menudo, pero cuando lo hago no siento más que dolor y vacío, porque, aunque supe que no tenía otra opción dadas las circunstancias en aquel entonces, muy dentro mío sé que habría querido conocerlos, pero merecerían más, mucho más de lo que yo les podría haber dado en toda mi vida. El traerlos conmigo no habría sido más que privarles de todas las cosas bonitas que se pueden encontrar en el plano terrenal. Sé que podré encontrarlos en algún punto de mi vida nuevamente. Tal vez ya están presentes de otra forma ahora.
Los amo con todo mi ser y los tengo presentes en cada una de las cositas que me permiten pensar en lo maravilloso de estar vivo, de amar a alguien.
Hace poco supe que mi compañero de aquel entonces está a punto de formar una familia y me pregunté tantas cosas: ¿Por qué no consideró la posibilidad para nosotros? ¿Por qué no pudo hacer más? Sin embargo, ahora puedo entender que tal vez fue lo mejor, pues, imaginar toda esa vida juntos fue mejor que realmente vivirla.
Por ahora me permito visitarlos donde los dejé: uniéndose a las raíces del árbol que los cubre del sol, en aquel parquecito en el que alguna vez su papá y yo nos amamos.