El almanaque deja volar sus hojas entre constelaciones y olas. No se sabe la exactitud del tiempo y la espera. Uno navega con la vida entre el cielo y las estrellas buscando unos ojos, unos pasos, una boca y unas manos. Pero cuando llegan… Uno no sabe con qué definición reconocerá la mirada con esos brazos y esos labios.
Cobra sentido cuando la presencia se posa frente a uno y la voz del rostro desconocido dice: «Soy yo, son míos». Entonces se convierte en un cuerpo que, sin conocerlo, se amolda extrañamente a las caricias y los besos.
Prontamente uno se sorprende deseando que los destellos del día inmortalicen las formas, esas finas líneas que configuran una presencia desconocida pero deseada; que los dedos guarden la memoria de la piel y del aroma, aunque estos sean “finales, fugaces, fugitivos” como lo enuncia la poesía.
Uno desea que ese mar de sueños donde continuamente se navega a marea forzada, al menos por una vez en la existencia, nos permita apreciar el amanecer; sentir ese vacío en calma dentro del pecho, saborear el color de ese tinte naranja, capturar la brisa y regalarle una sonrisa al viento.
Tal vez este acompañante sea parte de una tripulación huidiza que empacará sus maletas llenas de recuerdos y risas; pero la configuración de ese polizón será sólo mía. Esa presencia construida en la inconsciencia se quedará en el barco para navegar lo que resta de este mar.