Pintura roja

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«Hay más aviones en el mar que submarinos en el aire». El aire resoplaba en mi oído esa música tarareada una vez y mil veces más.

La vida es tan curiosa cuando se tiene todo y lo pierdes. Por una milésima de segundo crees estar en las nubes, cegado por ese color esmeralda lleno de vida que concluye en un negro absoluto, un agujero negro lleno de soledad.

El niño que lo tenía todo: el pequeño Thomas. Un dulce niño que creyó estar en el cielo y terminó por perderse en lo más obscuro de la galaxia… o del infierno, en todo caso.

México, ¡ay, mi querido México! País del orgullo, orgullo simple y puro sin igual. El único país donde a un niño que claramente vivirá en una cultura carrillera, le pones uno de los nombres más gringos que se te pudo ocurrir; una cultura hermosa pero llena de desgracias. Como lo ocurrido ese 3 de octubre. Luna nueva, nuevos comienzos, tanto para esos monstruos como para nosotros.

Todo lo que tuvo que vivir ese pequeño niño, lo que tuvo que presenciar: el terror en las miradas de sus pobres padres desgarrados, un chorro de pintura roja sobre las paredes y el piso, colocado con una delicadeza que ni el mismo Diego Rivera pudo conseguir en sus murales. Una escena tan asombrosa como terrorífica, una obra de arte incomprendida. Con tan solo cinco años, el niño presenció uno de los mayores terrores de su vida, pero para él mismo fue un placer inimaginable. Algo creado para ser admirado.

Thomas, México, muerte.

¿Qué es la mente que divaga entre cientos de multitudes cuerdas? Yo solo soy un artista guiado por la dicha de este rojo amanecer creado con estrellas.

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