La primera vez que le escribí fue para pedirle, con dulzura y cierto miedo, que me regresara a mi hermanito.
—A las brujas hay que saber cómo hablarles, cómo negociar con ellas —me había dicho alguna vez un viejecillo en la calle. Y como no respondió ni a los gritos ni a las trampas, decidí probar con un bonito bolígrafo morado.
Intercambiamos una decena de cartas. Me contó que ha vivido tres siglos, que se siente sola, que le gusta volar. Decidí no contestar más cuando confesó, con letra titubeante, que mi hermanito no era ni el primero ni el último y que si quería darle santa sepultura (¡sí que era una anciana!), lo buscara en el río a medianoche.
Lo que no entiendo es por qué mi madre sigue diciendo, gritando, que yo lo hice. Que es su sangre la que manchó mi ropa. Que el cuchillo está en mi cuarto.
—Fue la bruja, mamá. Ella me lo dijo.
Le cuento que las cartas llegaban siempre en las noches después de escuchar revoloteos en la azotea. Que aún huelen a polvo y cenizas. Le cuento que dejaba las respuestas en bonitos sobres al borde de la ventana de mi cuarto, aunque siempre regresaban hojas dobladas, como ésta: tan simples y bellas que parecía que disfrutaba al hacerlas.
Pero jura que todas están vacías.