Aquella noche que entre lágrimas me encontré llorándote, me pregunté temerosa si eras real o solo una creación efímera de mis anhelos, de mi soledad, de mi tristeza. Quizás no eras tan bueno como imaginé, tal vez no merecías aquel amor que con fervor te entregaba, a lo mejor… nunca existimos.
Un poco tarde me di cuenta de que yo te inventaba. Encontraba amor en pequeñas palabras, grandes muestras de cariño en acciones comunes y te excusaba muy pronto de cualquier error.
Te imaginé tan perfecto que yo misma me lo creí, te volví real porque te necesitaba. Necesitaba los abrazos que solo me dabas cuando te los pedía, necesitaba los besos que te robé aquella última noche; necesitaba tanto que quise creer que en ti existía toda la nobleza y el amor que me faltaban. A pesar de todo, aquella invención no me duró mucho, y como cualquier otra mentira en esta vida, su fin estaba pactado. El peso de la realidad cayó sobre mi pecho y pese a los mil intentos que hice por revivir aquel sueño, nos convencimos uno al otro de que no nos pertenecíamos. Yo te amaba por razones equivocadas, y tú amabas la forma en que yo te veía y te idolatraba.
Sí, yo te inventé. Trato de no culparme por ello, pues, al final de cuentas, creo que todos los que estamos un poco rotos por dentro queremos conseguir lo que por tanto tiempo nos ha hecho falta. Tratamos de no sentirnos solos en un mundo en el que tristemente sí lo estamos.