I.
En el hueco de mi pecho
tengo fragmentos erosionados de cuarzo,
polillas de alas blancas
que habitan en el jardín
de mi corazón exiguo
intentando cerrar la herida costrosa,
una ausencia que hace vacío,
una grieta por donde entra la luz;
la búsqueda de los lugares perfectos,
de alguien perfecto.
La lumbre busca a ese alguien
ardiendo a la distancia,
alguien que remiende la herida
con hilo y aguja.
En otra vida
estas palabras encorvadas
florecerán como bromelias
en el bosque,
como dos mezquites besándose
por el viento.
Quizás en otra vida
está carta tendrá un remitente
con quien veré las colinas
de terciopelo rosa floreciendo
en el otoño.
Tal vez, en otra vida
jugábamos con fuego
mientras el cielo púrpura
se nos caía encima.
II.
Te dejaría acariciar la crin de ese
caballo pinto que mira curioso
detrás de la valla de metal
despintada por el salitre.
Te dejaría regar mi cuerpo,
que hicieras crecer melones
en mi espalda marchita.
Si te tuviera,
te apartaría una buganvilia de mi jardín
para que la regaras
con los riachuelos que salen de tus ojos
hasta ahora inexistentes;
un reflejo pálido de
la guayaba amarga
que intento descifrar,
buscar, encontrar.
III.
L., toma mi mano y abre la puerta del carro,
acomoda bien las pantuflas rosas
debajo de la cama,
no respondas al teléfono,
ten cuidado de no derramar la limonada,
abre la ventana y deja las llaves
en el alféizar junto a la orquídea de plástico.
L., juega con las palabras enlatadas
de mi boca oxidada,
con el movimiento telúrico de mis caderas,
con las fases elípticas de la insolación
que atraviesa el concreto e
inunda tu rostro borroso,
con la colorida escala de alumbramientos
anestesiados con el olor de cereza
que desprende la agitación de los glaciares,
un mar de desiertos de arena blanca;
los surcos avinagrados de mis venas verdosas,
la turbación de tus piernas laceradas,
la asfixia de mi tráquea acribillada
por el abrazo urticante de la anémona.
L., abre la puerta del carro,
entra a la habitación,
prende la luz,
apaga la luz.