De niña, colocaba una mano frente a la linterna
para mirarme el cuerpo a contraluz y rojo
encarnizado, denso y rutilante
como imagino el plasma. Me parecía
que al envés del cuerpo lo habitaban
elementos extraños y luminosos.
Por supuesto, era la sangre, atravesada
por la luz, me lo dijo mi padre, y aparte
se me transparentaba la piel y me dio pena
no haber sabido antes que cargamos
cinco litros de sangre y tantos huesos y más dientes
de los que caben en la boca.
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