Luis
Me tiré el diente cayéndome de la bicicleta. Me dolió muchísimo y hasta sangre me salió y mi mamá se puso a gritar como loca. El doctor me limpió y me inyectó un líquido que ardía como chile. No pude cenar ese día ni desayunar al siguiente y la leche me la tenía que beber con un popote. No me importa el agujero que tengo en la boca porque el doctor me dijo que me saldrá otro diente. Pero me molesta que Hugo, el grandote del salón, se burle cuando me río. No se asusta cuando le digo que Paz le arrancaría la mano de un mordisco. Dice que tiene dos perros grandísimos que se lo comerán en cuanto se les aparezca.
Para el alma que anda en pena
nada de rezos ni cadena.
Ese insomnio que padece,
contando granos de arena,
se combate y desaparece.
Quietud. Te palpas los tobillos y sientes que alguien, no sabes quién, los enmarañó con hilos, con telarañas imposibles. El rostro infantil de Tomás se está deshilando en algún lugar de tu cabeza. Recuerdas esa vez que fueron al cine, una de las últimas: un astronauta dice a otro astronauta algo sobre el instinto de supervivencia, sobre la capacidad humana de aferrarse a la vida, sobre cómo está comprobado: la última imagen que vemos antes de ceder gentilmente a la noche es la imagen de nuestros hijos. Te preguntas si tu padre vio tu imagen antes de sucumbir ante el alcohol. Ahí está Tomás. Puedes verlo, está dentro del quiosco, iluminado de pronto por las estrellas o por la luz de un cinematógrafo.
Wakefield fue un singular personaje que fingió partir de viaje durante una semana sólo para ocultarse en una casa vecina a su hogar y contemplar la vida sin él. Tal experiencia se prolongó durante veinte años; vio crecer a sus seres queridos, vio la desesperación y la soledad de su esposa. Vio menguar en ella, día tras días, la femenina esperanza de que retornara el marido. Un día, Wakefield vio salir de si casa un ataúd vacío anunciando que su familia ya lo daba por muerto: también de su sitio para la muerte se había ausentado. Desde entonces, vistió de luto y continuo su vida. Finalmente, una tarde espontánea como en la que había partido, regresó a su casa.
(…)
Igual que Wakefield, fascinado ante su ausencia, a veces quisiéramos, más que es estar solos, estar donde estén todos menos uno mismo
La lluvia es la memoria del mundo: todos tenemos recuerdos relacionados con ella y solamente cuando nos empapa esos recuerdos llegan. (…) a su paso la lluvia no borra nuestras huellas: las guarda para sí.
El mundo era otro mundo.
Se hablaba de países, de palabras, de himnos
que ya no quieren decir nada.
Incluso los mendigos y los bancos,
que siempre son iguales,
eran otros.
Otro era el mundo
y, por lo visto, no era para siempre.
(…) comienza por la mañana cuando despierto sintiendo una angustia enorme y pienso que después del baño pasa, después de tomar café pasa, después de hacer ejercicio pasa, después de que pasa el día pasa, pero no pasa y llega la noche y yo estoy en las mismas…
Roberto y Betty son novios y se van a casar. Roberto, que es muy trabajador, ahorra dinero para comprar un departamento y amueblarlo, con televisión a color, aparato de sonido, refrigerador, lavadora, enceradora, licuadora, batidora, lavavajillas, tostador, plancha y secadora de pelo. Betty también trabaja. Ambos son castos. La boda está fijada. Un amigo de Roberto le pregunta, ¿te vas a casar virgen? Necesitas que te inicien en los misterios del sexo. Tiago, lleva a Roberto a la casa de la Superputa Betatron. Cuando Roberto llega ahí verifica que la Superputa es Betty, su noviecita.
Entonces sentí nostalgia por Fabiana y comencé a decir su nombre en medio de la calle y un mendigo que intentaba dormir debajo de una marquesina se me quedó viendo y yo le dije ven acá y no vino y le grité ven acá, te lo ordeno, y vino asustado y le dije repite conmigo Fabiana, Fabiana. Y nos quedamos los dos diciendo Fabiana, Fabiana, y después le di el billete de mayor valor que tenía en el bolsillo y regresó abajo de la marquesina. Y cuando yo ya estaba lejos gritó Fabiana, ya acostado, saludando con la mano, y yo le grité que Dios te bendiga buen mendigo, contestándole el saludo.
Un día, siendo casi un niño, iba andando por la calle cuando vi una mujer bonita y me enamoré de manera súbita y avasalladora. Ella pasó ante mí y continuamos andando en dirección opuesta, yo volviendo la cara, viéndola distanciarse ágil y noble, avec sa jambe de statue, hasta que desapareció en la multitud. Entonces, con un impulso desconsolado, me volví y me di de narices contra un poste.
Rebeca contempla a su hermano y a su abuela jugar a encontrar sus manos y mirarse a los ojos, y piensa que algún día ella también tendrá las manos grandes y podrá medirlas con las de ellos.
-Todavía te falta un poquito para alcanzarme. Cuando tu mano sea más grande que la mía yo empezaré a hacerme chiquita –dice la abuela…