
La gente del pueblo se regocijaba
en la tranquilidad del viento;
los árboles, a lo lejos,
eran acariciados por los rayos solares.
El sol de final del día arrojaba
los últimos destellos ondulares
coloreando de un azul perpetuo al cielo
y a las ramas de los árboles de colores naranja,
como prendiéndose en fuego.
Las nubes abrazaban delicadamente
las montañas situadas en la lejanía de la comunidad;
esas montañas que rodeaban el pueblo cual si fuesen
protectores de todos los tiempos.
Ella y yo caminábamos a través de los restos de maizales
cosechados la pasada temporada,
se hundían nuestros pies entre los pequeños troncos
ya secos, ya sin vida.
Nuestras manos se unían poderosamente
mientras contemplábamos aquel atardecer de ensueño
jamás visto por mis ojos ni palpado por mi entero cuerpo.
Una vez vi un bosque
donde prevalecen las raíces del amor sincero y honesto,
las raíces de un pueblo crecido entre sus árboles
y una comunidad que sigue siendo una con la naturaleza;
comunión que ha quedado fuera de la ciudad.
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