Maleta de rueditas

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Nadie me dijo que tenía que empacar después de la muerte de mi madre. Mis cosas están esparcidas en la habitación y ahora tengo que meter más de veinte años de historia en una maleta de rueditas.

Empiezo por lo más sencillo: los libros y cuadernos de la universidad; están llenos de polvo y las hojas son amarillas. Me llevo solo los más caros y los que tienen mejores apuntes, los demás los dejo en una esquina. De alhajas y maquillaje, no tengo mucho; solo los que ella me dio, así que los guardo en el compartimiento más pequeño.

Falta la ropa y los zapatos, de esos sí que tengo de sobra; trato de balancear qué me sirve y qué no, pero me es imposible, todo me recuerda a alguien o a algo. Sé que a ella le gustaría que me llevara su ropa, así que me llevo algunos suéteres que aún conservan su perfume. Doblando cada prenda con suma delicadeza, consigo que la mayor cantidad de ropa entre. Con respecto a los zapatos, sólo tomo otro par de tenis y unos tacones para sobrevivir al trabajo.

Mis cosas están en su lugar, agarro a mi oso de Liverpool y veo por última vez mi cuarto con las lágrimas corriendo por mis mejillas, cierro la puerta. En la entrada de la casa está mi padrastro, esperando con una sonrisa hipócrita a que desaloje el único hogar que he conocido y me dice que lamenta esta situación. Antes de salir, lo veo a los ojos y le escupo en la frente, corro antes de escuchar sus gritos y maldiciones.

Voy a toda velocidad por las calles, las lágrimas no me dejan ver por dónde voy, la gente grita, pero mis pies no quieren parar. Cuando mis pulmones están agotados me detengo frente a un edificio colonial y por alguna razón siento mis manos más ligeras, entonces recuerdo que llevaba una maleta de rueditas. Al voltear, la encuentro rota y su contenido está esparcido en las calles del poniente de la ciudad, me río y por fin me doy cuenta de que el pasado está en el piso.

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