Estaba lista. Las maletas estaban listas desde hace horas, había reducido una vida a un par de maletas medianas. Ya no había dudas ni vuelta atrás.
Pensé en mi plan nuevamente: las maletas y objetos valiosos junto a la ventana que da a la calle, una carta por si era necesario una despedida, aguardaría a que llegara el coche y lanzaría toda una vida por la ventana para poder iniciar de nuevo, sentirme tranquila, sentir que tenía el control de mi vida.
Aguardé poco más de una hora hasta que llegó el coche, el cual se enfiló frente a la puerta del garaje, puerta que jamás se abrió porque yo había quitado la luz desde hace rato intencionalmente y sería inútil presionar el botón con fuerza como él lo estaba haciendo.
Desesperado salió del auto, intentó entrar, pero la llave ya no le servía. Reparó en que yo lo miraba con risa burlona desde el piso de arriba. Justo cuando empezó a gritar me alejé de la ventana.
Tomé una de las maletas y la tiré encima del auto, ganándome así una ronda entera de gritos groseros junto con algunas miradas chismosas; luego tiré otra y justo cuando estaba por arrojar el televisor lo miré.
Estaba furioso, lo estaba dejando en ridículo y no me importaba qué dijeran los vecinos ni los curiosos que pasaban a ver el escándalo, lo único que me importaba es que le había hecho las maletas a él para no verlo jamás y de paso me había comprado un boleto directo y sin escalas a la libertad.
No me detuve a pensarlo más, simplemente solté el televisor, la laptop recién reparada y un par de cachivaches más que a él le importaban: la foto de sus hijos, los papeles de su trabajo y algunas de sus herramientas. Él no lo podía creer, aun así, recogió sus cosas mientras me gritaba un par de obscenidades.
Le contesté con un par de palabras de esas que usan los marineros con frecuencia y cerré la ventana de golpe. Había sacado una vida entera por la ventana, era momento de usar mi boleto a la libertad.
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