Vida de retiro

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Aro guardó la última manzana en el barril de roble, le gustaba que el aroma de la fruta inundara la alacena cada que lo abría, le puso la tapa y tomó las cinco amarillas que había separado para hacer pays, la especialidad de la casa. “El Dragón Honrado” era la taberna con más prestigio en el pueblo de Iknar.

Hacía unos cinco años que dejó las aventuras de lado, sus escamas ya no daban para más, su cuerpo estaba lleno de cicatrices y le faltaba una garra en la mano derecha. Por ser un dragonborn, su apariencia resultaba intimidante. Sus dos metros con cuarenta centímetros de altura eran la prueba.

Fue a la cocina, cortó las manzanas en rodajas, preparó caramelo, la hojaldra, armó los pays con excepcional eficiencia, los metió en el horno, se limpió el sudor con las mangas y subió las escaleras hacia el comedor. Raeyla estaba detrás de la barra, platicando con una halfling que bebía una cerveza. La piel púrpura de Raeyla brillaba a la luz de las lámparas y sus cuernos se asomaban intimidantes. Recordó que se conocieron durante una pelea y ella le dio una cornada. Raeyla era fiera y por eso la amaba. Sus ojos amarillos destellaban fuego cósmico y le abrasaban el corazón de ternura. La tiefling le atrapó mirándole tan fijo y le guiñó el ojo, coqueta, haciéndole sonrojar, aunque no se notó por el rojo de sus escamas.

Se enfocó en los clientes para evitar pensar en ella. Sirvió una ronda de cervezas a un grupo de aventureros. Le preguntaron por las misiones disponibles y respondió que podían revisarlas en el tablero cerca de la barra. Especialmente el entusiasmo del gnomo era contagioso. Casi le caló hondo. Casi.

Regresó a la cocina para sacar los pays, un poco más y se le hubieran quemado. Los olfateó antes de dejarlos reposar junto a la ventana, sintiendo la satisfacción por un trabajo bien hecho. Escuchó los pasos de Raeyla descender por la escalera, reconoció sus pasos, y se dejó abrazar por la espalda. Los cuernos de la tiefling apenas le llegaban al cuello, pero eso no la detuvo para ponerse de puntas y hacerle cosquillas.

Se quedaron mirando hacia la calle, disfrutando la cotidianidad que ahora marcaba la monotonía de su día a día. Aun así, Aro no extrañaba su antigua vida. El cambio había valido la pena, pues, el cariño de Raeyla le recordaba que no necesitaba pelear para sentirse valiente.

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