Despedidas

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Cuando subimos al bus que se dirige al aeropuerto, su mamá salió corriendo de la casa para despedirse de mí. El bus avanzaba y nosotros, llenos de lágrimas, decíamos adiós. Los cubrebocas, completamente mojados, se habían vuelto inservibles; en ese momento solo pensaba que su familia me quería tal como soy. Lloramos todo el camino. Después tuvimos que tomar el tren. La plataforma, donde esperamos parecía sacada de una serie pos apocalíptica, no había ni un alma en los andenes y las bocinas anunciaban una pandemia, que debíamos usar cubrebocas en todo momento, que debíamos de mantener nuestra distancia y no tocarnos la cara. El frío invernal estaba por terminar; sin embargo, los árboles seguían secos, el viento estaba helado, las ventanas estaban congeladas por fuera y el sol proyectaba un color pálido detrás de las nubes. 

Tomamos el tren y seguimos llorando tomados de las manos, veía los paisajes adustos y helados por la ventana, sería la última vez que los vería, pensé. La última vez que vería sus ojos azules al sol del invierno. La pandemia hacía todo más dramático, el aeropuerto estaba casi vacío, otras personas se despedían y lloraban igual que nosotros. Después de una larga despedida y promesas de un amor perpetuo que no cumplí, pasé el filtro de seguridad y desde lejos le dije adiós con los brazos abiertos, le mandé besos extendiendo y cerrando los brazos, brincando para que pudiera verme mejor. 

Si hay un lugar en donde he llorado más veces ha sido en los aeropuertos. Después del filtro de seguridad, esperé ocho horas para tomar el siguiente vuelo de conexión. El tiempo pasó rápido. Una vez en la última sala, sabía que ya me sentiría como en casa. Hice una última llamada. El aeropuerto no estaba lleno, una podía sentarse a lado de la ventana con vistas a los hangares y ver cómo despegaban los aviones, cada uno con destinos diferentes. ¡Cuántas otras despedidas!, ¡cuántos futuros inciertos!, y ¡cuántos sueños también! Veía mi vida en retrospectiva al mirar las luces de los hangares en la oscuridad, ¡qué vida tan loca!, pensaba. En unos años estaré recordando este momento y pensando en cómo le hice para sobrellevar esta odisea. Recordé nuestras noches de películas y música, después de cenar, satisfechos, abríamos un vino, apagábamos todas las luces, dejando solo una lámpara encendida y el invernadero iluminado. 

—Bienvenidos al aeropuerto de Frankfurt. Hora local 14:40 hrs, temperatura 11 grados Celsius.

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