Evidencias de lo que ya no está

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Hace poco escribí un cuento sobre una mujer y una vela. La protagonista ve dentro de la llama el fantasma de su madre. A punto de ser tragada por el mar, encuentra en aquella luz la resignación que no había logrado antes. 

Aunque la idea inicial era diferente, mientras tecleaba las palabras, ellas decidieron su camino. Esta extraña escritura espontánea suele pasarme a menudo, pero con mucho mayor ímpetu desde que mamá falleció. Y es que me he dado cuenta de que tengo una obsesión que me hace agregar espacios agrios y largos entre mis letras, que me incita a escribir sobre las cosas que lentas, pero con precisión, van cambiando aquí dentro de mi cuerpo y en mi casa. Deseo hablar de esa ausencia, que avanzaba silenciosa, moviendo muebles y ropa para evidenciar que los días continúan y que, a pesar de todo, quienes la habitamos seguimos existiendo. Mientras estoy frente a la hoja en blanco y la pluma tiembla entre mis dedos, lo que me rodea ya no es como era y yo no puedo decir cuándo ha cambiado exactamente, solo es así, la habitación de mamá ya no presume el radio siempre encendido y ahora estoy siempre victoriosa sobre la silla por la que peleábamos. Y exigente como es el sentimiento de extrañar a alguien, eclipsa, sin tregua, todo lo que me rodea para seguir escribiendo de los que ya no están. 

Al principio, intentaba ir con mesura, imaginando mundos lejanos, como lo hacía cuando era niña, y escribir sobre maravillas etéreas; pero ahora, nada cabe como debe, ahora se trata de ajustar un espacio de tres para dos y borrar las palabras porque hay una “s” de más en todo aquello que estoy contando. Nosotros se ha vuelto demasiado largo, demasiada palabra para el hueco que ocupa esta casa silenciosa. 

La verdad, yo aún no estoy acostumbrada a todo lo que cambia alrededor, es más, a veces quisiera no anotarlo. Aquí, todo se trata de lidiar con este constante choque con uno mismo, cuando la sorpresa nos ataca mientras hablamos y el plural se cuela entre los labios, esperando en vano que algún día se pueda volver a completar, aunque el cuerpo que habitamos sepa que no hay manera y el corazón lata con dolor. Ese pretérito imperfecto se abrirá camino cada vez más inoportuno en las conversaciones y, también, en los escritos que llevo acumulando, esperando que los protagonistas dejen de morir o de soñar con alguien que ya no está; y que los vivos no nos demos cuenta para que sigamos contando hasta volver a ser tres en la habitación.

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